FACEBOOK

lunes, 26 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO IV (V)



Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Cuando por fin llegué a la casa de la calle de Amoladores eran casi las ocho de la noche pues pude oír las campanadas que desde la Catedral lo anunciaban.

Tras mi primera visita al taller de Niña Batiste resolví comer algo en un colmado de la calle Palma, muy próxima pues apenas había que bajar una calle y, luego de adquirir una guía de la ciudad en una pequeña librería,  buscar una armería, pues debía hacerme con un sable para presentarme debidamente en el batallón.

Me ha sorprendido la cantidad de gente que recorre las calles de la ciudad. Muchos soldados pero también muchos, muchísimos, paisanos que por fuerza de la guerra han tenido que refugiarse aquí. He podido oír la lengua de Cervantes en una gran variedad de acentos y entonaciones y he podido ver a seres de toda condición. Se me ha antojado como si esta ciudad se hubiera convertido en una suerte de Arca de Noé donde se han refugiado parejas de españoles de todos los pueblos y ciudades del país.

Encontré un establecimiento en la calle Nueva donde, tras minucioso examen, he adquirido por solamente quince libras un soberbio sable de húsar. El armero me ha asegurado que la hoja es de Toledo y que el temple de la misma es excelente. He observado muescas y arañazos en la guardia, lo que ha cimentado mi decisión de quedarme con la pieza pues es evidente que ha sido empleada, y no he podido evitar preguntarme por el anterior propietario y qué ha podido ser de él.

Vuelto al taller de costura, donde recibí los más lisonjeros cumplidos a mi manejo del idioma español por parte de Virtudes Batiste y de dos de sus empleadas, pasé buena parte de la tarde entre casacas de muestra, alfileres y cintas de medida.

Debo reconocer que Virtudes Batiste es muy sagaz y conoce bien el Ejército pues sus primeras preguntas nada más volver a verme fueron si pertenecía a una compañía de batallón o a una de flanco y, y eso lo daba por sentado, si era segundo o primer teniente.

Y ya dije que es mujer muy habladora, y que rezuma alegría pues no soy dado a la risa pero en su compañía prorrumpí varias veces en sonoras carcajadas. Incluso pude oír de sus propios labios, más sin lamento ni reproche alguno, que su marido estaba muy lejos, sirviendo en la Real Armada en un lejano apostadero de las islas Filipinas. Por un momento me vino a la mente mi madre, que estaría en idéntica situación cuando mi padre estaba en la guerra y que ahora ha de sentir lo mismo con sus tres hijos en ultramar. Este recuerdo me hizo prometerme que escribiría a casa para que allí supieran por mi puño y letra que me encontraba bien.

Cuando llegué, por fin, a casa de doña Josefina mis compañeros me estaban esperando para dar cuenta de la pitanza. Y a fe que pocas veces había visto dinero tan bien empleado y generosamente administrado.

Nada faltaba en aquella mesa, primorosamente dispuesta para la ocasión. Doña Josefina no se sustrajo a dar realce al ágape (sobre todo porque había recibido una generosa parte de las vituallas) y dispuso su mejor loza y su cristalería más fina, ambas recuerdos de días mejores.

Y aquella noche comimos, bebimos y recordamos la aventura que durante tanto tiempo nos había mantenido unidos. Hubo tiempo para recordar (y también llorar) a los que cayeron aquél día terrible frente al Cabo de San Vicente y a los que perdimos en la húmeda selva africana y, especialmente, al valeroso Howard Partridge cuyo sacrificio hizo posible que esta noche un boticario, un contramaestre, un artillero español y un segundo teniente de la Infantería del Rey, “el oficial más peculiar bajo el que he servido jamás” (según palabras de Figgis) se sentasen en la misma mesa y compartiesen juntos unos momentos de camaradería y de homenaje a quienes ya no están y, cómo no, de despedida pues a excepción de Sánchez, que está en su casa, Johnson y Figgis se marcharán en breve.

Nos retiramos tarde, y en mi caso acusando el exceso de vino trasegado, mas no he querido entregarme a un sueño reparador sin consignar cuanto ha deparado este día preludio, de eso estoy seguro, de una nueva y espero provechosa etapa de mi carrera militar. 

martes, 20 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO IV (IV)

Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Impresionado por las palabras de Arliss, mas deseoso de reencontrarme con mis camaradas, me encaminé hacia el lugar que me indicara Sir Henry.


Ya he consignado que Cádiz es una ciudad muy pequeña así que no me fue difícil encontrar el fuerte de Santa Elena que, junto al de San Roque, constituyen la primera línea de defensa una vez rebasadas las murallas que bordean esa parte de la plaza y que vienen a dar, precisamente al acceso terrestre a la misma y que recibe por ello el apropiado nombre de Puertas de Tierra (para distinguirlas de las Puertas de Mar, que son su equivalente en la zona portuaria).

Bien pronto pude ver las tan queridas casacas rojas con las características vueltas de color verde. Nada más cruzarme al primer hombre que lucía tal indumentaria sentí la reconfortante sensación de hallarme de nuevo en mi casa.

Me encaminé, pues, a la entrada del edificio mas dos centinelas de la compañía de granaderos me cerraron el paso. Tratando de imprimir carácter a mi voz pregunté por el oficial de día y, al ser requerida mi identidad, contesté mi nombre y graduación y, para mi sorpresa, los dos hombres se cuadraron un segundo antes de que uno de ellos echase a correr hacia el interior del fuerte.

Lo que siguió después no lo olvidaré mientras viva.

Una algarada que pareció nacer desde las entrañas del edificio se extendió hacia el exterior y pude ver la rechoncha humanidad del padre Fennessy con el rostro iluminado y dando gracias al Señor al tiempo que me abrazaba con calor. Luego fue una sucesión creciente de rostros, algunos conocidos otros no tanto, y expresiones jubilosas. Allí estaban el teniente Marquand, de granaderos, con la sorpresa dibujada en su severo rostro. Poco a poco empezaba a extenderse un atroz griterío conforme más y más hombres salían adonde me encontraba. Y no tardé mucho en advertir a los hombres de la compañía ligera: Bombay Jim, Riley, Moran, O´Sullivan… sin olvidar al sargento Redding que se cuadró ante mí antes de obsequiarme con una abrazo que creí que me rompería en dos.

Entre aturdido y emocionado un estruendo de secas órdenes pareció calmar aquella marea humana cuando me encontré frente al mayor Gough.

-¡Dios Santo!-exclamó mientras me miraba de hito en hito.

No sabría decir cuanto tiempo pasé relatando mis cuitas en el comedor de oficiales. Las exclamaciones de asombro contrastaban con los largos silencios de quienes oían la narración. Acabada ésta caí en la cuenta de que no se encontraba presente el capitán Edwards ni tampoco había visto a Rafael Tarín.

Inquieto acerté a preguntar por su paradero pero Gough me tranquilizó asegurando que se encontraban en la Isla (de León) con parte de la compañía ligera y otras tropas del batallón como refuerzo de las defensas allí situadas. Asimismo me aseguró que enviaría un mensajero para comunicarles la feliz noticia de mi regreso.

Todavía embargado por las emociones vividas acerté a preguntar por mi equipaje pues en él se encontraba el otro uniforme de que disponía. En este sentido las noticias fueron desalentadoras pues, al parecer, mi bagaje se encontraba en Lisboa. No obstante el mayor Gough, haciéndose cargo de que quizás debería pasar unos días de descanso, me ordenó presentarme el próximo día diecisiete (festividad de San Patricio) y me recomendó una sastrería en la calle Juan de Andas donde podría hacerme con un uniforme de excelente corte.

 Poco después hizo venir al intendente, quien me embolsó, de una parte, un porcentaje considerable de mi sueldo correspondiente a los días que había pasado desde que el general Wellesley Wellington me asignara la misión de acompañar al capitán Messervy (QEPD); y de otra parte una carta de crédito emitida por la casa Lloyd’s de Londres por valor de seiscientas guineas, resto del patrimonio que traje conmigo desde Irlanda que había dejado bajo su custodia, y que podría hacer efectiva en algunas de las casa aseguradoras que existían en la ciudad .

Decidido a aprovechar los días de licencia resolví dirigirme a la sastrería que me recomendara el mayor no sin antes dejarle las señas de mi paradero, y recibir una lluvia de felicitaciones y saludos por parte de los hombres con quienes me cruzaba conforme abandonaba el fuerte.

  No me fue difícil encontrar la calle Juan de Andas, por lo demás relativamente próxima a la casa donde me alojaba. Un enorme rótulo que rezaba “Niña Batiste- Taller de Costura” anunció que había llegado a mi destino.

Virtudes Batiste resultó ser una mujer alegre y extremadamente parlanchina aunque, a juzgar por el número de clientes, las cinco muchachas que se afanaban en sus menesteres y la cantidad de género que se veía por doquier, debía ser extremadamente diestra en su oficio. Me citó para aquella tarde para tomarme medidas no sin antes preguntarme por mi regimiento a fin de disponer de lo necesario. Me sorprendió gratamente que, nada más mencionar el número 87, dijera con el sonoro acento de los naturales:

-Ah: Irlandés y con las vueltas en verde, ¿verdad? 

viernes, 16 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". CAPÍTULO IV (III)



Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

La sorpresa fue mayúscula y pronto el contenido de lo que leí por azar empezó a  desfilar por mi mente.

Debo decir que la presencia de Arliss me resultaba inquietante si bien sus ademanes y su tono de voz eran de lo más corteses. No pude reprimir el recuerdo, fugaz pero temeroso, de Emil Saiffer.

Caminamos, pues, por el paseo que bordeaba las murallas que daban a la bahía dejando atrás el edificio de la Aduana. Durante un rato nadie dijo palabra hasta que, de pronto, Arliss empezó a hablar:

-¿Leyó usted el documento descifrado, teniente?

Sabía que era inútil mentir pues era obvio que me había visto hacerlo.

-Sí-respondí tratando de imprimir resolución a mi voz.

Arliss asintió en silencio mientras manoseaba el puño de su bastón.

-¿Y cuáles son sus conclusiones?-dijo por fin

Le miré en silencio sin saber qué decir.

-Que estamos esquilmando a los españoles-respondí confiando en que mi sinceridad fuera mi mejor baza.

Arliss lanzó una risotada, la primera vez que le oía alzar la voz lo más mínimo.

-No es usted ningún tonto, teniente-respondió. –Desde luego el mayor Grant nunca le hubiera enrolado en el Cuerpo de Guías si lo fuese.

Le miré con extrañeza pues el mayor Grant nunca mencionó tal unidad. Él lo advirtió pues de inmediato añadió:

-Así se llaman ustedes, Cuerpo de Guías, no me extraña que no lo sepa pues se le dio oficialmente ese nombre mientras usted estaba ocupado con cuestiones legales en Nueva Orleans.

No supe qué decir, mas Arliss lo advirtió pues continuó hablando.

-No debe caer en la ingenua celada de que nos encontramos aquí cumpliendo una misión heroica. Somos aliados circunstanciales de los españoles pero esa alianza podría no durar para siempre…

-Imagine que Cádiz cae-prosiguió. –Posiblemente todo el país caería bajo la égida de Bonaparte, incluyendo sus colonias en todo el Mundo, lo que significaría un grave revés para Gran Bretaña.

-Pero los españoles se han resistido a Bonaparte desde el principio-dije con vehemencia.

Arliss asintió.

-Cierto pero solamente cuando amenazaron a sus soberanos. El levantamiento de Madrid del 2 de Mayo de 1808 no fue más que una reacción espontánea ante la amenaza de que arrebataran al pueblo uno de sus símbolos. Ahora bien si el pueblo acepta al rey José Bonaparte, que en mi opinión es bastante más fiable que los Borbones, no habría razón para que los españoles continuaran en esta guerra de nuestro lado de modo que estaríamos otra vez como hace dos años.

-¿Por eso estamos destruyendo todo cuanto podemos en territorio español?-pregunté desconcertado.

-Sí-replicó Arliss. –Si se diera un nuevo cambio de alianzas en nuestra contra debemos procurar que en España no pueda fabricarse ni una pica ni un mosquete ni un cañón que pueda ser utilizado contra nosotros.

-¿Y por esa razón estamos robándoles su oro?-inquirí esta vez más seguro del terreno por donde me estaba moviendo.

-En efecto. Esos caudales estarán a buen recaudo para que, en el caso de que España caiga finaLmente, Bonaparte no pueda emplearlos contra Gran Bretaña.

Asentí en silencio, abatido por lo que acababa de oír.

-Los jóvenes tienen el defecto de actuar como si fueran los paladines de Arthur Pendragon-dijo Arliss con una sonrisa.-Pero usted es un oficial británico y, además, un miembro del Cuerpo de Guías que cuenta con la confianza del general Wellington.

-¿El general Wellington?-repliqué con extrañeza. ¿Quién es?

Una nueva risotada atronó el espacio.

-Es natural, tampoco puede saberlo. El general Arthur Wellesley fue nombrado vizconde de Wellington poco después de la batalla de Talavera. Ahora responde a ese título.

Me quedé mudo. No acertaba a articular palabra. Todo cuanto había presidido mi vida militar no era sino una mentira. No estaba en este país para ayudar a su pueblo a librarse de Napoleón sino, más bien, para evitar que pudieran emplear sus recursos contra Gran Bretaña. De repente todo lo que tan claro me había resultado se tornaba sumamente extraño y oscuro.

-¿Por qué me eligieron a mí?-acerté a preguntar.

Arliss sacó un panecillo de la levita y empezó a masticarlo.

-Porque habla español, porque dicen que es valiente…y porque ha sobrevivido a un enfrentamiento con Emil Saiffer-respondió tranquilamente. 

martes, 13 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO IV (II)



Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

YIJWVPMUDW…..DESTRUIDAS
DRUXWOVZDW….INDUSTRIAS
USEDW……………….ZONAS
JTVUEXMFQIN…….OPERACIONES
NIXXR………………….SEGUN
JVUHRZW…………….ORDENES
MITLFDHRV………….RECIBIDAS
KVFVMBYV…………..PROSIGUE
                                                        MIHXMNE…………….REQUISA
                                                        YELGEGIJ………………CAUDALES
                                                        JGLOXJW………………OCULTOS
                                                        ZWTRRYMKHW…….ESCONDITES
                                                        NIXXVJW……………….SEGUROS[1]

Aquellas palabras se me quedaron grabadas y sentí que mi ánimo quedaba atenazado. Levanté la vista y observé que el señor Arliss me estaba mirando. No pareció darle importancia pues siguió dando su parecer al embajador sobre el castigo que estaba sufriendo Matagorda.

Sir Henry me invitó a observar la contienda. Apenas si se veía algo más que el humo de las baterías a través de la lente y solamente pude sentir una intensa sensación de desamparo al pensar que yo podía ser uno de los que estaban sufriendo aquél atroz fuego.

Después de departir un rato más sobre mis experiencias en combate, el embajador me despidió no sin antes comunicarme una noticia que me llenó de alegría: el II/87 estaba de guarnición en Cádiz. Muy cerca, por cierto, de donde nos encontrábamos pues Cádiz es una ciudad pequeña por fuerza de su situación geográfica.

En este sentido creo preciso hacer un inciso para abundar en la particularísima situación de esta plaza:
Cádiz es una isla, es decir, Cádiz y la Isla de León están situadas en una isla pues ambas están unidas por un estrecho istmo. Cádiz está rodeada de agua salvo por el istmo, de un lado la bahía y del otro el océano Atlántico. La Isla de León, por su parte, está rodeada por una maraña de brazos de mar, marismas y pantanos donde se halla una de las principales fuentes de riqueza de los naturales, a saber, las salinas o explotaciones de sal que aprovechan el clima y la geografía para producir el preciado elemento. Esta localización hace que el asalto a Cádiz solamente sea posible mediante operaciones navales, cosa poco probable dada la superioridad de la Armada británica. Por su parte, y por lo que he oído, una acción análoga en la Isla debería contar con una ingente obra de ingeniería capaz de tender puentes de pontones en número suficiente como para que las tropas enemigas lograran consolidarse en la otra orilla.

Dicho esto, y sin disimular mi alegría, pregunté donde se encontraba mi batallón.
-En el fuerte de Santa Elena-respondió el embajador.-Tras las Puertas de Tierra.
Feliz ante la estimulante noticia me retiré y salí a la calle, solamente para caer en la cuenta de que no tenía uniforme. Bien es cierto que el grueso de mi equipaje se había quedado con el tren de bagajes en Abrantes y confiaba en que, al ser trasladado a Cádiz el batallón, hubiese llegado aquí también.

Ensimismado ante la perspectiva dudé en dirigirme hacia la casa de doña Josefina, que se encontraba en la calle de Amoladores, muy cerca de donde me hallaba o hacia las Puertas de Tierra.

Casi no reparé en su presencia hasta que estuvo a mi lado, silencioso como un zorro que acechara a un conejo. El señor Arliss, con una gélida cortesía, me invitó a dar un paseo…


[1] Transcripción literal de la nota en clave

sábado, 10 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO IV (I)



Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Hoy ha sido un día pleno de emociones.

Esta mañana, temprano, el teniente Amherst nos ha conducido al edificio de la Aduana, residencia de la Junta Suprema, parte del cual ha sido destinado para el uso del embajador británico y de nuestras fuerzas militares.

El embajador no había regresado aún de la Isla de León de modo que fuimos recibidos en primer lugar por el ayudante del comandante británico del puerto, vicealmirante Purvis, el capitán Victor Borrower.

Después de oír el relato de nuestras andanzas quedó muy impresionado, sobre todo si se tiene en cuenta que se había dado por perdida a la goleta Succes con toda la tripulación. Asimismo le resultó sorprendente que el único marinero superviviente fuese un español (Sánchez) reclutado a la fuerza y veterano de Trafalgar. Leyó con avidez el libro de bitácora de la Succes, especialmente las paginas debidas al difunto guardiamarina Partridge y no pudo menos que alabar su heroísmo al sacrificarse para que la fragata yanqui pudiese abordar al Portobelho.
Transcurridas varias horas en las que el capitán nos hiciera una serie de preguntas sobre todo lo acontecido me ordenó, como único oficial superviviente, que le acompañara. Me despedí de mis compañeros solamente con la promesa de aquella noche cenaríamos juntos en casa de doña Josefina. Saqué del bolsillo mi último real (de a ocho), pues aún no había recibido mis pagas atrasadas, y mis cartas de crédito habían quedado en custodia del intendente del batallón antes de mi partida a Lisboa, y aquél dinero era el último de lo prestado por don Diego Morphy en Nueva Orleans, y se lo entregué a Johnson con el encargo de que nuestra casera nos procurase una pitanza digna de reyes.
Debo decir que el capitán Borrower se ha mostrado correcto en grado sumo aunque me he percatado de su expresión de disgusto al saberme irlandés. Son muchos los que nos ven a todos nosotros como a traidores y, y de esto estoy seguro, de no encontrarse por medio mis compañeros de aventura tal vez hubiese sido recibido de otra manera y a estas horas podría estar en un calabozo acusado de deserción, piratería, traición y Dios sabe cuantas cosas más.
Tras deambular por el interior del edificio llegamos a una pieza lujosamente decorada que resultó ser el despacho del embajador. Dos amplios ventanales daban al saco de la bahía y en ellos se habían instalado potentes telescopios. Aún no había llegado su titular mas, de una puerta que daba a una estancia aneja, surgió una figura singular.

Era un civil, y por su aspecto se adivinaba un burócrata dados los papeles que sobresalían de los bolsillos de su levita. Lucía una abundante cabellera que le caía suelta sobre los hombros y su poblada barba le confería el aspecto de un ermitaño. Unos anteojos cabalgaban sobre su nariz y contribuían a enmascarar aún más, si cabe, sus facciones.
Borrower le presentó como Diogenes Arliss, funcionario adscrito al servicio diplomático. Apenas hube acabado de inclinar la cabeza ante el peculiar personaje cuando hizo su aparición el embajador Wellesley.
No supe que era él hasta que el capitán Borrower se dirigió hacia su persona como excelencia mas me alarmó que le llamara Sir Henry pues tenía entendido que su nombre era Richard. Sin duda el embajador advirtió mi embarazo pues comentó, con ademán divertido, que todo quedaba en familia pues su hermano Sir Richard Wellesley, embajador británico hasta hacía pocos días, había sido llamado a ocupar un puesto en el gobierno de Su Majestad de modo que él había ocupado el lugar que aquél dejara vacante.

Tras despedir al capitán Borrower, Sir Henry me pidió que le narrara mis tribulaciones. Una vez más, por tercera o cuarta vez desde que arribara a Cádiz, conté las vicisitudes que hube de arrostrar en el Portobelho, en la costa de África así como mi experiencia de prisionero y reo de los tribunales yanquis. Después del relato el embajador me pidió que le entregara los documentos que tan celosamente custodiara el difunto capitán Messervy.

Así lo hice y, para mi sorpresa, fue amontonando las cartas sin abrirlas, ojeando apenas los membretes. Mas lo que dijo a continuación anulóÇ por completo mi asombro.

-¿Había algo más?-dijo de repente mirando de reojo a Arliss que permanecía de pie a su lado.

No había ninguna duda sobre a lo que se refería de forma que saqué mi diario y tomé un abrecartas de la mesa. Con cuidado practiqué un pequeño corte en la cubierta del volumen, de igual modo que hiciera cuando Messervy me hizo entrega del billete con el ininteligible mensaje que llevaba oculto en el estuche de sus lentes.

-¿Conoce su contenido, teniente?-preguntó el embajador.
Negué con la cabeza y Sir Henry asintió al tiempo que le pasaba la nota a Arliss quien, tras tomarla, se retiró a la habitación contigua
No hube de esperar mucho pues el señor Arliss regresó con una hoja de papel que entregó a Sir Henry. Su rostro denotó una evidente satisfacción al leerla mas un estruendo pareció levantarle del asiento.

-Están cañoneando Matagorda otra vez-la suave voz del señor Arliss apenas se dejaba oír por encima del retumbar de los cañones.
Sir Henry se dirigió a los ventanales y se inclinó sobre uno de los telescopios, imitando a Arliss.

No sé por qué lo hice pero mi curiosidad pudo más que mi sentido del deber y eché una ojeada al documento que Arliss había traído.
Lo que leí me estremeció…

miércoles, 7 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO III

Trece de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Caía la tarde cuando el serviola anunció tierra a la vista. Apenas un instante después dio la voz de que una vela se aproximaba hacia nosotros.

Acodados a la toldilla pudimos ver que, en efecto, un queche con bandera española se aproximaba a la par que izaba las banderas de señales.

Algo parecía no ir bien pues el capitán Ortega ordenó zafarrancho al tiempo que mandaba botar una lancha para traer a bordo a una representación del queche.

Al poco estaban sobre la cubierta de la Cibeles dos tenientes de la Real Armada española y un oficial de la Armada de SM Británica. Las noticias que traían eran terribles por más que invariablemente ciertas: Cádiz estaba asediada por las tropas francesas desde hacía un mes.

El queche era uno de tantos barcos que vigilaban el acceso al gran puerto del sur de España ya en previsión de un ataque naval enemigo ya, posibilidad esta más probable, advertir a los barcos que se aproximaban de que debían evitar en lo posible entrar en su amplia bahía arrimándose a la costa de Rota o de Sanlúcar pues se corría el riesgo de recibir fuego de cañón o, incluso, sufrir el ataque de algún cúter o balandra puesto en servicio por los franceses para hostilizar el tráfico naval de la zona.






El oficial británico, teniente William Amherst, se sorprendió al vernos a mí y mis compañeros a bordo pero aún se sorprendió más cuando le relaté someramente nuestros avatares mientras la Cibeles, precedida por el queche, maniobraba para entrar en el saco de la bahía esquivando los traicioneros arrecifes conocidos como Las Puercas.

Y como si quisieran darnos la bienvenida, el estampido de un cañonazo se dejó oír por la banda de babor.
-Esos perros de gabachos tiran desde Santa Catalina-gritó uno de los gavieros. 

Efectivamente, a babor, podía verse la nube de humo que se desvanecía sobre las amuras de una fortaleza donde ondeaba la bandera francesa.

El pique levantó una columna de agua a varios cables de la fragata y era evidente que su intención no era ofendernos sino, más bien, recordarnos que estábamos confinados en un rincón de España y que el resto del país les pertenecía.

No me pasó inadvertido el gesto de preocupación de Sánchez al escuchar a los oficiales españoles a los que acompañaba Amherst hablar con el capitán Ortega. Al parecer, después de caer Sevilla, los ejércitos franceses se habían lanzado hacia el sur destruyendo cualquier oposición. Su imparable avance se había detenido, empero, ante Cádiz, por un lado, y la vecina población llamada Isla de León, por el otro.

Anochecía cuando la Cibeles largó anclas y el lanchón nos llevó a tierra a mis compañeros de singladura y a mí acompañados por el teniente Amherst. Llevaba conmigo el saco de hule donde guardo, amén de todas mis pertenencias, los despachos que me entregara el capitán Messervy.

Supe por Amherst que el embajador británico se había establecido en Cádiz aunque precisamente hoy se encontraba en la vecina localidad de la Isla de León en una reunión con altos mandos militares españoles. Era una mala noticia desde luego pues deseaba entrevistarme con él cuanto antes mas, en cualquier caso, era ya hora tardía y tal y como sentenció el teniente Amherst, mi prioridad inmediata debía ser comer algo y dormir para presentarme mañana ante el embajador y ante el mayor general  Stewart, comandante en jefe de la guarnición británica surta en la plaza.

Aunque contrariado hube de reconocer que en efecto necesitaba comer y reposar. Amherst, solícito, me indicó a mí y a mis compañeros que le siguiéramos una vez  nos hallábamos en los muelles. Aún a la luz de las farolas podían apreciarse los destrozos producidos por el reciente temporal. 

 Tras un corto trayecto llegamos a una casa de huéspedes situada en una  calle próxima al puerto. La dueña, doña Josefina, nos preparó una ligera cena y nos indicó nuestras habitaciones. Ni que decir tiene que saboreamos la comida  que nos supo a gloria después de semanas de consumir la carne salada y las duras galletas del barco.

Nos hemos retirado pronto a descansar pues el teniente Amherst se presentará mañana a las ocho para llevarnos ante el comandante británico del puerto. No obstante, no he querido irme a dormir sin consignar mi primer día en una plaza asediada.

lunes, 5 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO II

Doce de Marzo de 1810. A bordo de la fragata Cibeles.




El tiempo es infame.


Navegamos con poco trapo pues el viento es muy fuerte y la lluvia arrecia. Pese a que estamos a pocas millas de Cádiz no podremos desembarcar hasta mañana.

Todo parece aconsejarlo así pues durante todo el día hemos podido ver muestras del furor del temporal jalonando nuestra singladura. A decir de los marinos españoles la tormenta ha debido de destrozar un buen número de barcos de los que acoge el normalmente populoso puerto. Me aterroriza pensar en tanta destrucción debida a las fuerzas de la Naturaleza y no puedo dejar de pensar en cuan insignificantes somos los hombres en nuestros deseos de destruirnos ante un espectáculo tan atroz y devastador como el que se nos ofrece:



Los restos de una falúa por la banda de babor; un golpeteo seco del tajamar sobre lo que Figgis describe como el trozo de un mástil; velamen y cordajes flotando sobre el mar embravecido… 


Un tonel que ora se hunde ora sale a flote y toda la vasta superficie del mar salpicada de trozos de maderamen y de troncos de árbol, sin duda arrancados de sus raíces por la violencia de la tormenta. Sánchez está preocupado y no hace más que hablar del relato que le hizo su abuelo del maremoto de 1755 que casi engulle la ciudad.

Sería desde luego descorazonador haber sobrevivido a Talavera, a un ataque pirata y un naufragio, a los negreros del capitán Fernándes y a sus rivales de Van Deventer, a la marina yanqui y a sus fiscales para terminar mis días barrido por una ola. Me consuela, y no poco, la certeza de que los designios de Dios son inescrutables y que si he llegado hasta aquí ha de ser por algo.

domingo, 4 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". CAPÍTULO I



Once de Marzo de 1810 (Anno Domini). A bordo de la fragata Cibeles

Retomo hoy, muy cerca de las costas de Cádiz, este diario interrumpido durante varios meses por los avatares acontecidos desde que la fragata norteamericana Patriot abordase al negrero Portobelho, donde me hallaba junto a mis compañeros de infortunio.

Como ya he dado cuenta de los hechos acaecidos tras el apresamiento y que incluyen nuestro traslado a Nueva Orleans y el posterior juicio no voy a ser redundante y pretendo ceñirme al momento presente*.

Me encuentro a bordo de la fragata española Cibeles, al mando del capitán don Ángel Ortega. Gracias a los buenos oficios del cónsul español en Nueva Orleans, don Diego Morphy, y del capitán general de Cuba don Salvador de Muro, marqués de Someruelos, embarcamos en La Habana el día cuatro del pasado mes sorprendidos por las noticias recibidas de Europa: los franceses han invadido el sur de España y los ejércitos españoles se hallan en franca retirada con la capital provisional, Sevilla, amenazada.

Parecía imposible pero así era en efecto. Aunque la nota que aparecía en El Aviso de La Habana exhortaba más a la defensa de la Madre Patria y del legítimo rey Fernando VII, y no hacía mención a la suerte del ejército al mando del general Wellesley, a todos nos puso un nudo de incertidumbre que estranguló la alegría por el regreso.

Debo señalar que no regresamos todos los que un día, muy lejano ya, zarpamos de Lisboa a bordo de la goleta Succes. A quienes dejaron su vida en la singladura hemos de sumar a los marineros Ambrose Tucker y Joaquim Lauro.

 El primero, ciudadano americano, se enroló en un barco de su nacionalidad nada más finalizar el juicio. Su despedida, no obstante, estuvo plagada de parabienes hacia todos obviando el hecho de que había sido alistado en la Armada de Su Majestad a la fuerza.

Lauro por su parte, liberado de sus obligaciones merced al documento que me confiara el difunto guardiamarina Partridge, decidió quedarse en los Estados Unidos y empezar una nueva vida allí.

En cuanto a los demás, el marinero William Harris ha sido trasladado a Jamaica para ser sometido a consejo de guerra. Al parecer el Almirantazgo no le perdona que simpatizara con los esclavistas del Portobelho. Ha constituido un tremendo, e inolvidable espectáculo, verle sentado entre dos marines en el lanchón que se dirigía a la fragata que habría de llevarle a Kingston. De nada sirvieron los testimonios en su favor que alegamos todos. El rigor implacable de las ordenanzas se materializará sobre ese hombre sin que nada de cuanto digamos o hagamos sirva para nada. Confío de todo corazón en que salga con bien de la terrible prueba a que se enfrenta.

Así pues, regresamos el contramaestre Matthew Figgis, el boticario William Johnson, el marinero Manuel Sánchez y quien esto escribe. Hemos tenido mucho tiempo para hablar y creo que entre nosotros se han forjado unos lazos que nada podrá destruir. Figgis ansía buscar un buen barco, una fragata, porque en ellas se consiguen mejores botines; Johnson, por su parte, solamente desea obtener la licencia y abrir un establecimiento en Chelsea; Sánchez, que se ha recuperado totalmente de la herida que recibiera al liberar a los esclavos, habla de Cádiz, de donde es natural, y de lo mucho que desea ir a pescar en su bote con sus compadres**.

 Me ha resultado muy gratificante poder practicar mi español aunque el peculiar acento de Sánchez, común entre sus paisanos, con su cadencia y sus eses arrastradas me provoca carcajadas muy a menudo. Me recuerda mucho al cirujano Tarín, a quien deseo lo mejor esté donde esté, aunque el acento del de Xerez, tan distinto del de Sánchez, pareciera insinuar que cada uno procede de un rincón distinto de España cuando la verdad es que Cádiz y Xerez están muy próximas una de otra.

En lo que respecta a los vientos que nos llevan a Europa durante los últimos días hemos atravesado un tremendo temporal que corría hacia el este. Ha sido preciso arriar mucho trapo pues existía el peligro de que acabásemos en el fondo del mar. Dicen en el barco que la tormenta rola hacia Cádiz de modo que es más que probable que toda su furia se desate sobre la ciudad.




* Recopilado en el cuaderno titulado “Relato de un oficial de SM Británica sobre la ciudad de Nueva Orleans y el juicio a que fue sometido en la misma”
** Amigos o compañeros