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sábado, 25 de febrero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo IX



Diecinueve de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Ayer transcurrió mi primera guardia en Cádiz.

Confío ardientemente que no será esto lo que me aguarda pues la perspectiva de ver pasar los días recluido en tras los muros de la ciudad o haraganeando por los cafés o casas de mala nota (aunque no sea el calificativo apropiado para la casa de Doña Violante adonde, estoy seguro, no habré de demorarme mucho en regresar).

Aún me corroe el hecho de que no participara en las acciones del día dieciséis aunque, según parece, el peso de las mismas hubiese recaído en tropas españolas y elementos nuestros de la Armada.

Solamente me queda el consuelo de que mi pertenencia al Cuerpo de Guías me haga acreedor de alguna misión o, al menos, me saque de la abulia.
No hay, pues, ningún viso de emoción en pasar el día en el comedor de oficiales de los barracones de Santa Elena en compañía de otros dos o tres compañeros narrando una y otra vez mis aventuras con los negreros y describiéndoles, mientras me miran incrédulos, cómo son las mujeres de Nueva Orleans y de La Habana aunque, en honor a la verdad, solamente las he podido contemplar de modo muy superficial.

Sí me ha sorprendido el hecho de que muchos naturales de la ciudad, sobre todo los de buena familia, se hayan constituido en una milicia, llamada de Voluntarios Distinguidos, cuyos únicos deberes lo son en los límites estrictos de la ciudad. Me ha recordado a la pléyade de unidades similares que pululaban por Lisboa mientras que soldados extranjeros, venidos de unas brumosas islas del norte, luchan contra quienes invaden su patria. Quisiera pensar que no habría de ser así en casa si nos invadieran pero es solo una ilusión: en todas partes hay hombres que se dicen tales pero que no desaprovecharían ninguna ocasión de hurtar su deber escudándose en supuestos privilegios o abusando de la fortuna que puedan poseer.

Y, para mayor oprobio, esos Voluntarios Distinguidos, que aquí denominan "Guacamayos" aún no se por qué, no han tenido mejor inspiración para alumbrar sus uniformes que pensar en una casaca roja con vueltas de color verde. Deseo que nunca nadie me confunda con uno de esos petimetres que consienten en refugiarse tras las murallas mientras que sus propios paisanos más desfavorecidos están sosteniendo la defensa en la Isla de León o mientras soldados británicos son cañoneados sin compasión en Matagorda. 

lunes, 20 de febrero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo VIII (III).


Diecisiete de Marzo de 1810. (Anno Domini). Cádiz

Finalizado el desfile, los oficiales libres de servicio (que tal era mi caso) obtuvieron licencia para el resto del día.

Me uní a Tarín, a George Quinn (de la segunda compañía) y a Carlos Oleary, del regimiento español Irlanda, a quien acompañaba otro oficial llamado Santiago Jones, y marchamos a comer a un lugar llamado Mesón del Bizco Manolo, en la calle del Ángel, en el barrio que aquí llaman “de la Viña”. Como estaba al otro lado de la ciudad hubimos de recorrer las calles, pagados de nosotros mismos y levantando murmullos de admiración entre las damas.

La comida fue pródiga y la prolongamos durante varias horas. Los brindis se sucedieron y pronto empezamos a rememorar nuestras historias de guerra por más que pareciéramos niños jugando a abuelos pues, era obvio, éramos todos demasiado jóvenes como para parecer veteranos.

Con todo, hubo mucho que contar por todas las partes y, sin pretender arrogarme más importancia de la que merezco, mi relato de los hechos a bordo del Portobelho acapararon gran interés, trocado en más vino pues todos quisieron brindar por la memoria del valeroso guardiamarina Howard Partridge. 

Y otro tanto hubo de suceder con tantos otros camaradas caídos por la parte de los demás comensales, especialmente sentida por mí fue la noticia de que el teniente Patricio Jara, uno de mis amables anfitriones junto a Oleary, había muerto de pulmonía el pasado diciembre en la Isla de León. Una muerte sin gloria, como tantísimas otras en esta y en todas las guerras.


Era ya tarde y oscurecía cuando salimos del mesón. Nunca había bebido tanto, pero la abundancia de comida y la euforia que aún me dominaba a causa del desfile me mantenían lo bastante sereno. Oleary propuso entones acudir a un establecimiento por él conocido donde podíamos dar un glorioso final al día de nuestro santo patrón.

Nunca pude imaginar que la casa que se encontraba en la calle del Teniente iba a depararme sorpresas tan placenteras como las que me aguardaban. Resultó que el lugar era un burdel, aunque el nombre de Casa de Señoritas fuese acaso más adecuado pues el derroche de lujo y de belleza que allí se congregaba parecía no casar con el vulgar nombre de los locales de esa condición.

Para cuando entramos pudimos advertir una desmesurada concentración de oficiales españoles, británicos y portugueses luciendo uniformes y entorchados de la Armada y de regimientos varios de caballería, artillería e infantería. Un verdadero regalo si los franceses nos hubieran sorprendido allí, con los pantalones bajados pero, eso sí, rodeados de hermosas huríes.

Hermosas era, desde luego, un término caritativo pues en mi vida había contemplado rostros ni figuras tan perfectas como aquella noche. Parecía como si cada una de las pupilas que pasaban por entre los divanes o iban del brazo de tal o cual caballero hubiese escapado de un lienzo de Rafael o del martillo y el escoplo de Miguel Ángel. No me sorprendió, pues, encontrarme allí con el general Stewart quien, cortésmente, se retiró un momento del abrazo de la muchacha que tomaba por el talle para dedicarme una leve inclinación de cabeza. No hubo un instante para intercambiar nada más pues, receptivo a los requiebros de la bella, volvió a dedicarle sus atenciones.

No pasó mucho tiempo antes de que nos viéramos asediados por varias de aquellas hermosuras y pronto nuestro pequeño grupo se fue deshaciendo. Una beldad morena de tez y de cabello negro azabache se me acercó muy despacio, y ya sentía el turbador aliento de su boca en mis labios cuando, de repente, la muchacha dio un paso atrás y se alejó rápidamente.

Sin comprender muy bien lo que ocurría giré mis talones para encontrarme frente a frente con una mujer de aspecto distinguido que me miraba fijamente. Era rubia y movía lánguidamente un abanico de plumas de avestruz. Aunque era dama de cierta edad conservaba una digna belleza, realzada por un porte ciertamente elevado.

Me tendió una mano, que besé galantemente. Sonrió mientras me miraba y, seguidamente, me indicó que la siguiera a una pieza decorada con suntuosidad.

Nunca había estado con una mujer, a excepción de algún escarceo con alguna moza de Lismachugh, pero creo que me porté con la debida dignidad pues la dama, que resultó ser Doña Violante de Espinosa, dueña y regidora del local donde me hallaba, y que parecía haberse tomado un particular interés por mí, quedó complacida casi tanto como yo.

No creo que sea deshonesto escribir aquí lo que experimenté, toda vez que Doña Violante es mujer del oficio y  porque mi propina, aunque generosa, fue rechazada en aras a que era un “servicio patriótico” a nuestra gran aliada Inglaterra.

Ignoro qué es lo que vio en mí mas antes de que me diera cuenta su vestido había caído lánguidamente al suelo mientras era despojado de mi casaca y sentía la dulce calidez de su aliento en mi piel.

Sus jadeos pronto se confundieron con los míos y rodamos abrazados amándonos intensamente. Me sentía ávido de su carne y de sus caricias, que administraba con generosidad y con mano experta mientras mis manos se aferraban a su talle apretándola hacia mí con lujuriosa avaricia.

Exhausto, como si acabara de luchar yo solo contra el ejército francés, me abandoné a perderme en su rostro nacarado mientras sus dedos, largos y finos, se paseaban por las cicatrices de mis heridas.

-Bello hijo de Marte-me susurraba con dulzura acaso pensando que no la entendía mas, con algo de socarronería, le respondí con un “hermosa Venus” que la hizo caer entre mis brazos para volver a dar rienda suelta a nuestros deseos.

  Era tarde cuando salí del suntuoso cuarto de Doña Violante. Mientras terminaba de ajustar el sable en el tahalí acerté a preguntarle.
-¿Por qué yo?

Ella sonrió alabando el modo en que hablaba el español. Se levantó y me besó dulcemente al tiempo que me susurraba.

-Porque es mi privilegio y porque me has gustado, querido niño…

sábado, 11 de febrero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo VIII (II)



Diecisiete de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Nunca había tomado parte en un desfile pero no puedo decir que no haya disfrutado en grado sumo.

Más aún, imagino que el alborozo que aquél me produjo se vio acrecentado cuando, disponiéndome a formar a mi destacamento en su puesto, una voz familiar me hizo girar la cabeza.

Sonriente, como acostumbra, y sosteniendo un cigarro entre los dientes, el ayudante de cirujano Rafael Tarín, hijo de la villa de Xerez de la Frontera, ciudadano americano y el más peculiar galeno que haya servido jamás en las tropas del Rey se lanzó sobre mí en uno de esos abrazos tan prolongados y efusivos a que son dadas las gentes de esta parte del Mundo.

Dijo que, como no podía ser de otro modo, daba gracias a Dios porque estuviera vivo y de nuevo en mi puesto. Añadió, asimismo, que la noticia de mi regreso la había recibido en compañía del capitán Edwards quien, igualmente, manifestó su alegría por tal circunstancia y conminó (a Tarín) a expresarme sus mejores deseos así como la certeza de que hoy, día festivo para todos los irlandeses, estaría en Cádiz para saludarme personalmente.

Alegre por haberme reencontrado con Tarín, y por la perspectiva de volver ver a mi capitán, ocupé mi lugar al frente del destacamento. No puedo ocultar que me ha confortado sobremanera tener a mi lado al sargento Redding y a varios de los hombres con los que me batí, codo con codo, en Talavera pues los demás son hombres reincorporados después de la campaña que se hallaban, en aquellos momentos, hospitalizados en Lisboa.

Para la solemne ocasión, los soldados que participaban en el desfile se habían adecentado todo cuanto sus maltrechos uniformes se lo permitían. Los oficiales lucían sus mejores atavíos por lo que mi inmaculada casaca nueva no desmereció un ápice.

Una banda de gaiteros de los Camerons añadiría el peculiar son de sus instrumentos y también la presencia de uniformes azul turquí con pechera amarilla me devolvió a la memoria un episodio acaecido hacía ya varios meses durante la retirada desde Talavera. Eran los colores del regimiento Irlanda y casi me pareció percibir el olor del pan tostado y el sabor de éste barnizado de aceite…

-¡Santo Dios del Cielo!

La voz sonó como un trueno y me giré para encontrarme con un gigantesco y rubicundo sujeto que me resultó familiar casi de inmediato.

-Soy Carlos Oleary-gritó mientras me abrazaba. –Oleary, del regimiento Irlanda…nos conocimos en la retirada de Talavera.

Fue una sorpresa desde luego mas era hora de iniciar el desfile, y no había ocasión para departir, de modo que acordamos reunirnos acabado el mismo.
Aunque ya había marchado por las calles de las villas extremeñas que crucé en mi camino a Talavera, nunca había experimentado lo que hoy en estas calles, en esta ciudad asediada:

Los paisanos atestaban las aceras aclamándonos: hombres, mujeres, niños…Sin distinción de casta o de haberes, la gente de Cádiz estaba en la calle viéndonos desfilar. Las gaitas desgranaban Scotland The Brave de un modo que me hizo estremecer, casi tanto como oír después a nuestra banda atacar con brío Garry Owen. Hasta el borrachín de Fennessy, luciendo una impoluta sotana y sobrio como jamás le había visto, parecía tan digno y solemne como habría de ser el mismísimo Papa de Roma.

Marchamos en paralelo a las murallas que cierran la ciudad por el sur para, seguidamente, enfilar por San Juan de Dios en dirección a la plaza del mismo nombre. Los vítores restallaban en mis oídos llenándome tanto de entusiasmo como de una extraña sensación, casi de ebriedad, que es lo que mi padre llama “la Gloria”.

 Eso era la Gloria-pensé. Eso es el laurel de los vencedores-me dije mientras no podía evitar contemplar los rostros de mujer, verdaderamente hermosos, que poblaban las aceras y los balcones. Era cierto lo que había oído decir sobre las mujeres de esta parte del Mundo pues no recordaba haber contemplado tal derroche de belleza antes: ni en Lisboa, ni durante la marcha a Talavera, ni en Nueva Orleans excepto, quizás, en mi fugaz estancia en La Habana.