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lunes, 26 de marzo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XII (II)



Veinticuatro de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

Aún cuando escribo estas líneas, después de haber despachado con el general Stewart, los capitanes Pendlebury y Poole y el señor Arliss, no acabo de estar seguro de que, efectivamente, me aguarda una misión.

Me siento igual que el día antes de partir con los falsos prisioneros de Emil Saiffer, o antes de que la Succes levara anclas de Lisboa y zarpase hacia la terrible aventura que hube de arrostrar en África. Supongo que debe ser habitual rememorar pasados episodios en vísperas de un hecho importante e, igualmente, imagino que la experiencia (que habré de ir adquiriendo si los azares de la guerra no lo impiden) convertirán esas ensoñaciones en una mera anécdota.

Pero, en cualquier caso, la excitación que me embarga ante el cometido que me aguarda es acaso más intensa que el temor a los peligros que conlleva.
Tal y como narró el general Stewart, hay partidas de guerrilleros en la retaguardia francesa que precisan de armas. A cambio de proporcionárselas, pueden suministrar información sobre el despliegue francés e, inclusive, actuar coordinadamente con nuestras fuerzas y las españolas.
Gallineras Altas



 Ya ha habido contactos con algunos de estos grupos a resultas de los cuales se ha decidido el envío de una remesa de armas, que se halla en las bodegas del HMS Pigeon, al ancla cerca de la isla de Sancti Petri. Mas, para que la operación resulte exitosa, es preciso que un oficial británico pueda comunicarse personalmente con los cabecillas a quienes se envían las armas. Como no hay muchos de nosotros que hablemos español, y hay mucha necesidad de ellos en Cádiz, he sido seleccionado para la tarea.

 Debo decir sin falsa modestia que estoy orgulloso pero faltaría a la verdad si no consignase que el hombre que debía llevar a cabo la misión, uno de los oficiales del Pigeon, está postrado en un hospital de La Carraca con una pierna fracturada.

Oficial Royal Engineers
Empieza a oscurecer y, guarecido entre los cestones y fajinas que atrincheran esta posición, aguardo el momento en que una barcaza zarpará del cercano amarradero de Gallineras Bajas llevándome a mí, junto con Pendlebury y Poole, por el Sancti Petri abajo hasta llegar a la desembocadura, a la isla homónima, al Pigeon y a lo que parece una excitante, y tal vez peligrosa, aventura.


Gallineras Bajas



domingo, 18 de marzo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XII (I)



Veinticuatro de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

El viaje desde Cádiz resultó comparativamente lento si se tiene en cuenta que la distancia a cubrir no llegaría a las diez millas.

Una vez traspasadas las Puertas de Tierra se extienden tierras de labor hasta el istmo que une las dos poblaciones que pasan por ser lo único que queda de la España que resiste a los invasores franceses.


Desde el istmo se puede apreciar, de un lado, el saco de la bahía con las banderas francesas ondeando sobre los baluartes que, artillados, cierran la presa sobre Cádiz. 

Y, destacando como un bastión solitario en un mar de enemigos el fuerte de Matagorda, periódicamente cañoneado, que resiste a pesar de su desesperada situación. Hacia la derecha, enfilando hacia la Isla, pueden divisarse las instalaciones del arsenal de La Carraca, auténtico corazón de las defensas en esa parte pues su posición anula cualquier intento del enemigo de organizar un desembarco desde la vecina Puerto Real.

Por el otro lado del istmo, el océano Atlántico se erige como la más inexpugnable de las defensas toda vez que su custodia está en manos de los marinos del Rey y reposa sobre las murallas de madera que forman sus naves. Y, como mudo centinela, la Torre de Hércules, conocida como Torre Gorda (o Torregorda) se alza sobre la playa que, sin ultrajes, se extiende entre Cádiz y La Isla y sigue, mucho más allá de la isla de Sancti Petri, hacia Chiclana, Conil y las demás poblaciones del litoral en poder del enemigo. Un recordatorio de la época en que los piratas berberiscos asolaban estas costas.

Durante la marcha es obligado el alto en una línea de defensa, aún en construcción, que bloquea la ruta y obliga a quien quiera franquearla a mostrar un pase. Este corte del camino es conocido, simplemente, como la Cortadura. Una vez reanudada la marcha puede hacerse a la idea de cómo es el terreno que rodea la Isla: marismas y brazos de agua, que aquí llaman esteros, bordean el camino. Según Arliss el paisaje es el mismo a la salida de la villa de forma que es fácil entender por qué los franceses no han sido capaces de romper las líneas.

Conforme nos acercamos a los límites meridionales de la Isla, dominados por la imponente visión del Real Observatorio Astronómico, pueden verse hileras de tiendas diseminadas por doquier, testigos mudos de la masiva presencia militar que puede hallarse en la villa y sus inmediaciones. 

Baste recordar que el ejército del Duque de Alburquerque, que llegó a estos parajes agotado y hambriento pero en modo alguno vencido, es ya una fuerza considerable a la que hay que sumar las fuerzas de guarnición ya presentes anteriormente y, significativamente, las tropas británicas que han ido incorporándose a la defensa.

Al parecer Arliss y yo nos dirigimos a un puesto avanzado de defensa en la línea que marca el límite entre los sitiadores y quienes, heroicamente, se resisten a ser sojuzgados por las bayonetas imperiales.

Esa línea la constituye el río Sancti Petri (aunque aquí lo llaman caño en lugar de río), en cuya desembocadura se halla la isla del mismo nombre, y nuestro destino es una posición llamada de Gallineras Altas desde donde se domina buena parte de la orilla opuesta y en donde nuestros ingenieros se afanan por erigir una batería.


 Resulta significativo que esta posición, bastante elevada, haya sido encomendada a nuestras tropas pero el señor Arliss me ha hecho la aguda observación de que los españoles, en absoluto tan incautos ni poco duchos en las cosas de la guerra como pretenden algunos, lo han dispuesto así con el fin de que los franceses puedan ver claramente nuestra bandera y a nuestros infantes (inconfundibles gracias a las casacas rojas) de modo que tengan la certeza de que también nosotros guarnecemos la línea.

Quise interesarme por la situación de la compañía ligera, pues en su mayoría está desplegada aquí, y manifesté mi deseo de poder saludar al capitán Edwards. Pero, al parecer, está acantonada al otro extremo de la Isla, en un lugar llamado Punta Cantera que da al saco de la bahía.

Una vez llegados a Gallineras Altas pude comprobar por mí mismo que el emplazamiento era, verdaderamente, soberbio. Podía verse a lo lejos la villa de Chiclana y, entre esta y donde me hallaba, multitud de bastiones y fuertes que un teniente de artillería iba enumerando para Arliss ayudado por un telescopio.

Post Captain
No hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que se presentaran dos hombres: un capitán de ingenieros y un oficial de Marina.  Saludaron a Arliss quien, a continuación, me los presentó.

Se trataba del capitán William Pendlebury, de los Royal Engineers, y del capitán (post captain) Sebastian Poole, del bergantín [HMS] Pigeon. Poco después se presentó el general Stewart acompañado de sus ayudantes y, al fin, supe de la naturaleza de la misión que se me había encomendado.

domingo, 11 de marzo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XI

 Veinticuatro de Marzo de 1810. (Anno Domini). Cádiz

Al fin ha habido novedades dignas de ser consignadas y un atisbo de que los días de inactividad parecen haber llegado a su fin.

Esta mañana, mientras desayunaba en la confitería de Cosi me sorprendió, sentándose a mi lado, el señor Arliss. Me refirió, mientras daba cuenta del chocolate y los pasteles a los que le convidé, que debería acompañarle a la Isla de León para ultimar los detalles de una misión en la que habría de participar.

Gratamente sorprendido, además de emocionado, quise saber si la tarea que se me encomendaba habría de realizarla en mi calidad de oficial de la compañía ligera del II/87 o como miembro del Cuerpo de Guías. Su respuesta de que, “llegado el momento lo sabría” no hizo sino aumentar mi excitación.

Después de la pitanza nos dirigimos a la Aduana, donde me proveerían del pase necesario para salir y entrar en Cádiz; para atravesar el paso de la Cortadura, a medio camino de la Isla de León, y para entrar y salir de aquella. Mientras tramitaban el documento quise saber acerca de la mujer que tanta impresión me causara ayer.

Al parecer la dama se llama Eugenia Villegas de Castro, es española y trabaja para nosotros, tal como había colegido acertadamente, como intérprete. No fue el señor Arliss mucho más prolijo en detalles pero el ponerle nombre a aquél objeto de mis deseos la hizo aún más interesante y me propuse saber más de ella, aunque fuese por sus propios labios.

Puesto que partiríamos a primera hora de la tarde, resolví almorzar temprano en la taberna de Rueda, el montañés, para disponer de algún tiempo antes de encontrarme con Arliss en la Plaza de San Juan de Dios, donde tomaremos el carruaje que nos habrá de llevar a la Isla. 









domingo, 4 de marzo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo X


Veintitrés de Marzo de 1810 (Anno Domini).Cádiz

No puedo decir que la clase de vida que estoy llevando desde que llegué a esta ciudad sea desagradable, al menos si mi único afán consiste en insulsas guardias en unos barracones alejados de la línea de combate o en gozar de los placeres que proporcionan Doña Violante y sus pupilas.

Pero me corroe la inactividad. Cuando elegí ser soldado no pensaba en nada como esto sino en la excitación producida por el peligro: los franceses sorprendiéndonos cruzando el Alberche en la primera jornada de Talavera o, como sustitutivo, los negreros de Van Deventer abordando el Portobelho en un rincón perdido de África.

Y, para mi desconsuelo, desde que he regresado a la Península la única acción en que he tomado parte ha sido con mujeres de vida libertina que, si bien me proporcionan momentos realmente agradables, no han de ser la razón de vivir de un soldado.

Cierto es que podrían decir que soy hombre afortunado por verme en esta situación, bien dotado de recursos económicos en una ciudad donde el dinero todo lo puede comprar, mas soy soldado por vocación y no por obligación de modo que deploro la vida en exceso holgada.

Esta misma mañana decidí acercarme a nuestras dependencias en el edificio de la Aduana con la esperanza de encontrar allí al señor Arliss y pedirle se me asignase alguna misión. No le vi pero, para mi sorpresa, me encontré con una dama que me informó de que se hallaba en la Isla (de León) y que no volvería hasta mañana.

Hubiese querido saber más de aquella mujer, sobriamente vestida de azul oscuro y con unos anteojos que cabalgaban sobre una bien formada nariz. Llamaban la atención sus cabellos dorados, que le caían formando bucles sobre los hombros, y sus ojos parecían sonreír de manera tan franca como lo hacían sus labios. Tal vez mi afición por el bello sexo, bien surtida estos últimos días, me predisponga especialmente hacia las mujeres hermosas mas había algo realmente atrayente en ella.

Me retiré, pues, prefiriendo averiguar más por cuenta de Arliss pues resultaba evidente que trabajaba para nosotros habida cuenta de su presencia allí.
Frustrado por no haber encontrado a quien buscaba, pero gratamente sorprendido por la dama, me dirigía a la taberna del Archibebe donde me esperaba el teniente George Quinn, de la segunda compañía.

La taberna, que se halla en la calle Goleta,  muy próxima a nuestros acuartelamientos, debe su nombre a un tipo de ave marina común en esta parte del mundo. Se parece a cualquier taberna que hubiera visto en Tipperary, en Lisboa, en Nueva Orleans o La Habana, con su habitual parroquia engrosada ahora por hombres de casaca roja que enjugan su sed en el vino local, suave al entrar pero demoledor al postrer, que causa estragos entre habituales consumidores de ron y cerveza.

Es muy posible que a la presencia de ánimo de Quinn deba ahora los galones que luzco o, incluso, mi propia vida pues mientras despachábamos una jarra de vino y fantaseábamos con nuestro porvenir (gracias al alcohol nos veíamos ambos de generales) unas voces destempladas llamaron nuestra atención y la de toda la concurrencia.

Un grupo de oficiales británicos lanzaba vítores y jaleaba a uno de ellos que, completamente ebrio, despotricaba contra los papistas irlandeses, todos ellos traidores y aliados de los enemigos del Rey.

Me puse en pie, envalentonado tal vez por el vino trasegado pero decidido a defender mi honor y el de los míos.

La escena subsiguiente, bastante desagradable, a punto estuvo de acabar conmigo y con el fanfarrón citados para dirimir la disputa delante de padrinos mas, por el bien de todos, la pronta actuación de Quinn puso fin al incidente con una disculpa por parte de los amigos del provocador borracho.

Al parecer el sujeto se llamaba Howard Webb, era mayor de un regimiento de la Milicia de Belfast y está en Cádiz en calidad de intendente. Un “soldado de domingo”, como llamamos con desdén a los de la Milicia, y un furibundo orangista tal y como delataban las cintas de color naranja que adornaban el ojal de su casaca.



Pasada la excitación, y escribiendo estas líneas al calor de la lumbre, no cabe sino reconocer cuan arduo es el camino de un soldado irlandés defensor de la Fe Verdadera en un ejército protestante. Y, aunque Quinn también lo es por más fiel compañero que sea, nada parece desmentir que, a ciertos ojos, todos seamos émulos de Wolfe Tone.