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viernes, 29 de junio de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XV (III)


Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

Empezaba a caer el día cuando llegó el momento de partir hacia Gallineras. Confieso que el haber sido huesped de don Martín ha supuesto una experiencia inolvidable que, a fuerza de inmodestia, creo poder hacer extensiva al caballero español.
        
Creo que el solo hecho de que me detuviera frente una pequeña hornacina situada en el acceso a la casa, y me persignara ante la imagen que guardaba, bastó para que el caballero se congratulase de tener bajo su techo a un buen católico (sin desmerecer en modo alguno a los seguidores de la Iglesia de Inglaterra, según recalcó inmediatamente)

Mas sus parabienes quedaron en nada ante la entusiastica reacción  de su hermana, la señora Juana, que al ver mi piadosa (y por lo demás sincera)  muestra de respeto ante la Virgen María (en la advocación local de Virgen del Carmen, patrona de La Isla) me cubrió de elogios para, seguidamente, convertirme en objeto de sus atenciones en el yantar pues no recuerdo haber hecho comida tan copiosa, y exquisita, en mis a decir verdad pocos años.

Y entre sabrosas viandas y excelente vino pude admirarme ante mi anfitrión que, en verdad, resultó hombre culto y versado en buen número de disciplinas:

Para empezar, y esto no es baladí, don Martin goza de una desahogada posición gracias a la cría de gallos de pelea. Esta actividad, muy popular no solo en España sino también en la Gran Bretaña y en América. Es por ello por lo que habla tan bien nuestra lengua, pues ha llevado a sus animales a lugares como Londres, Liverpool, Charlestown o Savannah, y conoce bien nuestras costumbres.

Por otra parte, y aún asumiendo la situación de su patria, no es refractario a la hora de reconocer que la Historia demanda un cambio en su país para que no quede rezagado respecto a las grandes naciones europeas. Habla con nostalgia de los tiempos de Carlos III, el  monarca que tanto hizo por restituir la posición de España y cuya obra quedo malbaratada por la desidia del incapaz Carlos IV, que ha llevado al país a su triste situación actual.

       Y, y esto habla en favor de su sabiduría,  aunque se muestra cortés hasta el extremo con mis hermanos de armas, sus huéspedes,  no se sustrae de la opinión de que Inglaterra (Gran Bretaña) no está luchando en España por amor hacia ella y sus hijos sino porque "es mejor luchar lo más  lejos posible de tu país”.

Poco puede decirse en contra de esta idea, por más que alguno de mis camaradas hablasen de la abnegación del soldado británico, presto a luchar a muchas millas de su hogar, a lo que don Martín respondiera con la irrefutable evidencia de que nuestros soldados lo son por elección, y no por leva como en España.

Pudiera haber rebatido la arenga de mis compañeros si hubiese querido pero, como es lógico, me abstuve de ello y continué oyendo a aquél hombre, lúcido y desencantado, que parecía personificar la pasada grandeza y el presente declive de su propia patria.

         Y mientras el carruaje me conducía a Gallineras me asaltó el recuerdo de mi padre allá en Erin y, una vez más, no pude menos que admirarme en lo mucho que aquél caballero español me lo recordaba. 

domingo, 10 de junio de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XV (II)



Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

Tras preguntar a un sargento de los ligeros del 88, que ejercitaba a un pelotón en maniobras de escaramuceo, dónde podría encontrar al capitán Duncan Edwards me indicó que se encontraría en la finca llamada El Madrileño, pues los oficiales del Batallón Ligero provisional se alojaban allí y, dadas las horas, estarían disponiéndose para almorzar.

Reflexioné un instante sobre lo inoportuno de mi visita mas tampoco tenía ya remedio pues aquella misma tarde habría de estar en Gallineras para reunirme con el capitán Poole y, a bordo del Pigeon, volver a las costas enemigas a entrevistarme con El Recio.

Desde luego podría decirle que recibiría suministros británicos (así me lo habían confirmado el general Graham y el embajador Wellesley) aunque debería guardarme muy mucho de que sospechara que el mando español considera que él y sus hombres están a sus órdenes. Arliss me había asegurado que hombres como El Recio, medio contrabandistas y medio bandidos, honrados hasta donde podían serlo y cuasi reyes en sus dominios, no aceptarían otra autoridad que la suya propia.

Así, sumido de nuevo en mis pensamientos, no reparé en que el coche había penetrado en una amplia vereda flanqueada de viejos y fuertes  pinos que venía a desembocar a la entrada de una casona. Una algarabía procedente de la parte derecha me hizo reparar en un techado cubierto de cañas donde varios oficiales británicos daban cuenta de unos vasos de vino. Descendí, tratando de identificar a alguno, cuando casi me di de bruces con un paisano que salía.

Me disculpé, en español, pero la respuesta que obtuve fue en un más que correcto inglés.

-La juventud siempre tan impetuosa.

Confuso, volví a disculparme esta vez en inglés pues temía que el caballero, un hombre entrado en años pero cuyo porte y elevada estatura inspiraban respeto, fuese británico, y aún un alto oficial por más que no vistiese uniforme.

-A usted no le conozco, señor. Usted no pertenece al batallón del mayor Allan-dijo mientras me miraba escrutador.

-Segundo teniente Ian Talling, señor. Compañía Ligera, Segundo Batallón, 87 Regimiento Irlandés. ¿Con quien tengo el honor?-dije inclinando la cabeza.

El hombre respondió de igual forma y me miró unos instantes más antes de que su severa expresión mudase en una franca sonrisa.

-Por Dios, hijo. Ni que fuera yo don Blas de Lezo. Soy Martín Ruiz Carpio, dueño de la huerta El Madrileño.

Me tendió la mano, que estreché sorprendiéndome lo firme que resultaba en un hombre al que calculé, año poco más menos, la edad de mi padre.

En pocas palabras le expliqué que venía a visitar al capitán de mi compañía que, temporalmente, se encontraba destacado en el batallón del mayor Allan. 

Aún no hube acabado cuando oí pronunciar mi nombre a mis espaldas. Me giré a tiempo de encontrarme con el capitán Edwards, seguido de varios oficiales más entre los que se encontraba Roland Addams.

Confieso que el verle constituyó un desagradable contrapunto al reencuentro con mi capitán y a los saludos de sus acompañantes quienes, al parecer, conocían ya de mis aventuras en África.

-¿Este es el joven de que tanto me ha hablado, capitán?-cortó don Martín  evidenciando que mi fama, inmerecida a todas luces, se había propagado hasta aquí.

Aquello debió ser suficiente para Addams que, tras excusarse y dirigirme una fría mirada, se retiró al interior de la casona. En el ínterin, don Martín me obligó, virtualmente, a ser su invitado y compartir su mesa junto con mis compañeros oficiales que habitualmente lo hacían.

domingo, 3 de junio de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XV (I)



Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

Después de un día de guardia en el fuerte de Santa Elena con la única compañía de George Quinn, que no cesaba de alabar la suerte que a sus ojos poseo al ser miembro del Cuerpo de Guías, resolví aprovechar mi día franco y alquilé un coche para que me llevase a la Isla de León.

Durante el trayecto mis pensamientos estaban todos centrados en la próxima reunión que habría de mantener con El Recio y las, al parecer, fundadas pretensiones de don Diego de Alvear de controlarle a él y a los otros que, en su misma circunstancia, hallábanse desperdigados tras las líneas francesas. Parece, pues, que no hubiese una verdadera autoridad española digna de tal nombre aunque este extremo, al decir del señor Arliss, nos beneficia extraordinariamente.

Esta reflexión me hizo recordar al difunto capitán Messervy y al mensaje que le encomendara el general Wellington. Si los españoles llegasen a saber algún día lo que descubriera en el mensaje que tan celosamente custodió el difunto, es casi seguro que se empeñarían contra nosotros con el mismo ardor con que lo hacen contra los franceses. Por un momento un sombrío sentimiento se adueñó de mi ánimo en forma de la espantosa visión que ofrecerían decenas de cuerpos, vestidos aún con sus casacas rojas, destrozados por la muchedumbre enfurecida. Recordé algo que me había contado Arliss sobre el antiguo gobernador de la plaza, Solano, que fue ajusticiado por el populacho por, precisamente, anteponer la tradicional enemistad española hacia Gran Bretaña antes que hacia Francia.

La voz del cochero me devolvió a la realidad y, gracias a ello, pude percatarme de que me encontraba en mi destino:

Varias hileras de tiendas se extendían por entre las tierras de labor que bordeaban el saco de la bahía. Inclusive pude distinguir edificaciones de madera que, aquí y allá, descollaban entre las lonas. También, aunque a intervalos más irregulares, vetustas casonas que debían ser las viviendas de los propietarios de las tierras en donde se había instalado el Batallón Ligero del mayor Allan.

En el ínterin, el cochero iba indicándome los nombres de los lugares que atravesábamos siguiendo las instrucciones que le dictara. Una mezcolanza de nombres pintorescos e inconexos pero que, por la fuerza de las circunstancias, han de volverse asiduos y, aún, familiares.

-Por allá está Punta Cantera, míster-decía el cochero señalando con el látigo

-Eso es la huerta de “El Madrileño

-Allá lejos están las “Fadricas” y allí, al fondo del todo, está “La Carraca

-A ese lado está el cementerio

-Aquello es “Cañorrera “(sic)§


§ He reproducido esta palabra tal y como la pronuncian los nativos. El nombre exacto es Caño Herrera