Cuatro de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz
Continúo recluido en la embajada británica a pesar de
mis esfuerzos para que se me permita volver a mi casa.
Y es que, a pesar de las órdenes del general Graham,
parece ser que se ha extendido la especie de que el asesino del mayor Webb ha
sido otro oficial aunque mi nombre, al menos, no haya salido a relucir. Así
pues, y en orden a garantizar mi seguridad, el señor Arliss ha insistido en que
permanezca en lugar seguro y, abundando en ello, me ha asignado a dos
suboficiales de los Royal Marines
llamados Burton y Henderson.
La inactividad se me hace insufrible. Por más que tanto
Arliss como el mismísimo embajador Wellesley hayan insistido en la necesidad de
que debo permanecer a buen recaudo, en razón a las misiones que he desempeñado
y habré de desempeñar en el futuro, y rechazan mi petición de ser enviado a
alguna unidad de combate en la Isla de León, confieso que no estoy hecho para
estar prisionero de cuatro paredes. Ni siquiera en el Portobelho lo pasé tan mal como estos últimos días aquí.
Mas, al menos, he logrado que Arliss me permita
acompañarle en las encuestas que se ha propuesto llevar a cabo entre quienes
conocían a Webb, o le vieron el día de su muerte. A pesar de la negativa del
embajador se ha impuesto el criterio de aquél en el sentido de que mi
conocimiento del español, amén de la relación con el lugar donde Webb encontrara la muerte, la casa de doña Violante,
me convierten en el compañero idóneo en sus trabajos.
Tras un corto paseo llegamos a la calle del Teniente y
al lugar donde tantos placenteros momentos había disfrutado. Como era hora
temprana no había actividad en la casa. Por el contrario nos cruzamos con
algunas de las pupilas que salían de la iglesia de San Antonio. Se me hizo
extraño verlas vestidas y con la cabeza cubierta de mantilla, la indumentaria
apropiada para ir a la Casa de Dios por lo demás, y al menos a dos de ellas las
había disfrutado despojadas de nada que no fuera su piel perfumada y suave como
la seda.
Y más
desconcertante aún fue el comprobar que nada se había dejado al azar y que, si
bien eran libres de salir de la casa, era cierto solo en apariencia pues los
dos hombres que las seguían a corta distancia no tenían aspecto de españoles, y
hubiese jurado que eran compañeros de mis dos custodios.
Constituyó, asimismo, una prueba encontrarme frente a
doña Violante.
Su mirada y sus
ademanes no parecían presagiar nada bueno hacia mí por cuanto, tal vez, pensara
que era yo el responsable del crimen que había tenido lugar en su casa, y del
perjuicio que ello pudiera ocasionarle. Pero la imponente presencia de Burton y
Henderson tras de mí, junto a la actitud inquisitiva de Arliss, la hicieron
creer que estaba preso y se acercó a mí y, tomándome las manos, me hizo
mirarla.
-Dígame que no ha sido usted, teniente-su voz sonaba
implorante y, nuevamente, aquella sensación de extrañeza que me había asaltado
al ver a las huríes saliendo de la iglesia se adueñó de mí pues nunca me había
hablado de modo tan solemne.
Sin dejar de mirarla le respondí, por mi honor, que no
lo había hecho. Hubiese querido decirle algo más pero Arliss, siempre
pragmático, nos interrumpió con apremio indicándome que se presentasen las
pupilas.
-¿Con quién estuvo el mayor Webb la noche del
lamentable suceso?-preguntó una vez se reunió el plantel de la casa. Burton y
Henderson, en un rincón de la pieza y en la mejor tradición del Servicio, se
mostraban aparentemente imperturbables ante la belleza que se les mostraba.
-Petra-dijo la señora tras oír mi traducción y una
deliciosa criatura de rubios tirabuzones se adelantó y se situó frente a Arliss
y yo.
A las preguntas
de Arliss fue respondiendo diligentemente: Webb la había tomado un par de
ocasiones en otras tantas visitas; aquella noche estaba bastante borracho y, al
poco tiempo, estaba durmiendo de modo que salió de la estancia dejándole allí;
luego de alternar con otros dos caballeros se descubrió el cadáver.
Era costumbre de la casa, explicó doña Violante, que si
un caballero acusaba el esfuerzo se le dejaba dormir en la pieza que ocupaba y
su acompañante, en este caso, pasado un determinado intervalo, se dedicaba a
otros visitantes. Aclaró también que, en ese tipo de situaciones, los cuartos
no se cerraban con llave interpretándose que una puerta cerrada era suficiente
indicativo de privacidad.
Luego le tocó el turno a Ernestina, mi acompañante de
aquella noche, que confirmó lo que ya había dicho yo anteriormente: que fui su
primer ocupante de la noche; que me marché de la casa una vez concluyó la ronda
y que se enteró de la muerte de Webb bastante avanzada la velada.
Fueron interrogadas algunas otras que habían sido
ocupadas por el difunto. Yvette, una francesa emigrada, dijo algo que traduje
de inmediato y los ojos de Arliss brillaron.
-Tenía una mujer-dijo la muchacha.
-¿Una mujer?-exclamó Arliss. -¿Cómo sabe eso?
-Entiendo algo de su lengua, señoría-respondió la hurí.
-Una vez le oí hablar con otros caballeros militares que le acompañaban. Al
parecer mantenía a una amante aunque no entendí el nombre; sonaba como Gabriela,
o tal vez Graciela.
Tras esta revelación final
salimos de la casa.
-¿Qué opina?-pregunté sin disimular mi impaciencia.
-Pues que, dadas las circunstancias, no pudo usted matar al
mayor Webb. Eso constituirá un alivio para el general Graham pero ahora nos
ocupa algo más importante: Debemos hallar a esa supuesta amante y para eso
tendremos que hablar con los amigos del muerto.