FACEBOOK

sábado, 19 de mayo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XIV (III)



Veintiocho de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

El general Stewart pronto advirtió el estado en que se encontraba el mayor Webb y ordenó a los oficiales que le acompañaban que lo retirasen de inmediato, pues la escena estaba atrayendo las miradas de muchos de los asistentes.

Quise hacer notar que aquél miserable me había ofendido gravemente, para colmo delante de una dama extranjera, y que mi honor exigía una satisfacción pero Arliss, quizás anticipándose a mi acción, me llevó con él hurtándome incluso la posibilidad de interesarme por el estado de doña Eugenia que, visiblemente sofocada, se apoyaba en el brazo de un teniente coronel de artillería y salía del pasillo.

Después de seguir a Arliss (más bien era él quien prácticamente me arrastraba) a un saloncito privado me di cuenta de que había ya en él una pequeña reunión: varios altos jefes, nuestros y españoles, que me miraron con indiferencia al principio hasta que irrumpieron en la pieza los generales Graham y Stewart.

-Teniente-me dijo el general Graham-olvídese de desafíos y de duelos. La actitud del mayor Webb ha sido de todo punto improcedente pero estamos bajo asedio y un duelo es lo último que necesitamos, máxime si se trata de dos oficiales. No lo olvide, es una orden.

Su tono no dejaba lugar a dudas y no hubiese hecho ninguna falta que recalcase lo que sus palabras significaban. Hice lo único que se me ocurrió, es decir, chocar los talones y hacer una inclinación de cabeza.

-A la orden, señor.

Graham asintió secamente y a continuación se dirigió a uno de los jefes españoles presentes. Éste respondió algo que no pude oír y el general me miró para decirme:

-Teniente, le presento a don Diego de Alvear y Ponce de León, gobernador militar de la Isla de León.

Hice lo ordenado y me encontré frente a un alto jefe de la Armada española, no supe identificar el rango, pero lucía un exquisito uniforme plagado de entorchados y orlado con varias distinciones. Para mi sorpresa hablaba un correcto inglés.

-Un placer saludarle, teniente-dijo con gravedad. –Me han hablado largamente de sus proezas en África.

Agradecí sus palabras aunque el hecho de que se me conociese más por el episodio con los negreros que por mi historial de guerra (poco nutrido aún si exceptuamos Talavera) no me hacía sentir orgullo precisamente.

Intervino entonces el general Stewart, recordando a los presentes que en breve había de volver a la costa enemiga a recibir información del guerrillero conocido como El Recio. Aquello pareció agradar a don Diego pues, al parecer, entre las fuerzas a su mando se encuentran varias milicias locales e, igualmente, las fuerzas que permanecen en la retaguardia enemiga.

Aún permanecí unos instantes, ora respondiendo a preguntas de algunos de los presentes, ora recibiendo felicitaciones por mis pasadas hazañas. No me pasó inadvertido el que mis conocimientos de español se sobrevalorasen en tan alto grado pues, cavilaba, no había de ser yo él único de las fuerzas británicas que hablase la lengua de Cervantes.

Por fin el general Graham dio por terminada la reunión y abandoné la pieza seguido por Arliss. Realmente nada me restaba por hacer de forma que resolví regresar a mi casa de la calle de Amoladores.

Mas no me hube de marchar solo pues Arliss me acompañó durante un buen trecho.

Mientras caminábamos me hizo ver que me estaba relacionando con los hombres más poderosos de la ciudad, algo que me podía resultar provechoso en mi carrera, si bien hizo hincapié en el hecho de que debía reservarme mis informes para él mismo o para mis superiores.

-Pese a lo que haya dicho don Diego-me confió-no debe hablar con él de nada que tenga que ver con nuestros tratos con los guerrilleros.

-Y-recalcó- no  se le ocurra decirle a El Recio que el gobernador de La Isla se ha arrogado el mando sobre él y sus hombres.

Quise saber por qué pero se limitó a responderme:

-No haga preguntas, teniente, solamente cumpla las órdenes. Cuanto menos sepa, mejor para usted.


domingo, 6 de mayo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XIV (II)


Veintiocho de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

 Pasé la tarde preparándome para estar todo lo digno y presentable que la ocasión requería.

No dudé, pues, en vestir mi mejor uniforme y no pude menos que alabar el buen trabajo de la Niña Batiste pues, tal y como me asegurara, no habría de quedar defraudado en absoluto.

En honor a la verdad debo decir que los únicos tenientes con que me     tropecé en el festejo eran los que estaban de guardia pues, y excepción hecha de algún que otro subalterno de la Armada, no había nada menor que  mayor deambulando por los amplios salones o trasegando ponche o vino español y deleitándose, al igual que yo, por la visión de hermosas damas.

Agradecí, pues, que el señor Arliss me llevara a un aparte pues creo que no me había encontrado más fuera de lugar en mi vida.

-¿Qué hago aquí?-pregunté dando por seguro que el embajador y que el general Graham se habían olvidado de mí.

-Estas cosas suelen ser tediosas e interminables-replicó encogiéndose de hombros. –Como verá hay altos oficiales británicos y también portugueses y españoles. Todos quieren dar sus parabienes al general y todos, por supuesto, desean ser los primeros en hacerlo.

-¿Y por qué, entonces, no me ha ordenado que me presente  él mañana, o pasado?  

-Imagino que esta ocasión es tan buena como cualquiera para ello. Y tal vez sea mejor ahora que mañana.

Resignado, decidí dar cuenta de algunas viandas y de un poco de vino confiando en que, al menos, la espera no se hiciese demasiado larga.

No bien hube dado un trago cuando, en uno de los corredores que partían del salón, vi a doña Eugenia Villegas. Normalmente me hubiese fijado en lo hermosa que estaba, pero llamó más mi atención el hecho de que se mostrase turbada y que el objeto de esa turbación fuese un sujeto malencarado al que, tras breve rememoración, identifiqué como al mayor Howard Webb.

Confieso que en aquél instante me olvidé de donde estaba y de cual era mi graduación. Solamente pensé en una dama, que no carecía de interés para mí debo añadir, y un individuo repugnante que era una deshonra para el uniforme que vestía.

Solté mi copa y enfilé por el corredor lo bastante rápido como para interponerme entre ambos. Doña Eugenia me asió firmemente del brazo izquierdo mientras se protegía tras de mí.

-¿Qué quieres?- Bramó Webb inseguro, dando muestras de que había ingerido más licor de la cuenta.

Me mantuve firme sin responder pero no hizo falta que lo hiciera pues pareció reconocerme al instante.

-¡Vaya! Pero si es el pequeño croppie[1] del otro día. ¿Cómo has hecho para entrar aquí?

No respondí y me volví hacia la dama.

-¿Se encuentra usted bien, señora?-inquirí en español

Un golpe en la espalda me hizo caer sobre ella y a punto estuvimos de rodar por el suelo. Webb me había empujado mientras le daba la espalda y sus gritos empezaron a hacerse oír.

-¡Papista asqueroso! ¡Rebelde! ¡Deberían ahorcaros a todos!
Sus bramidos iban acompañados de continuos ademanes señalando las cintas de color naranja que adornaban el ojal de su casaca. Por muy borracho que estuviera no podía consentir aquellos insultos, de modo que avancé hacia él mientras me iba desprendiendo del guante de mi mano derecha.

Me disponía ya a abofetear el rostro de aquél bruto, para a continuación notificarle que le enviaría a mis padrinos, cuando Arliss, acompañado del general  Stewart y de dos o tres altos oficiales, irrumpió en medio de la desagradable escena.



[1] Apelativo por el que se conocía a los rebeldes irlandeses.