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lunes, 21 de octubre de 2013

LIBRO II" ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (IV)


Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.
         
     Un par de disparos, seguidos de un ominoso silencio solamente roto por el bufido de los caballos heridos, fue el anuncio de que todo había acabado. Aún estaba en pie, con las pistolas firmemente sujetas y la mirada perdida como si no hubiese sido más que un mal trance.
        
    No lo había sido, desde luego, pues pude oír, a mi espalda, la voz de Pendlebury.
        
    -¡En nombre de Dios, Ian! ¿Es que querías que te matasen?
       
     No respondí, por supuesto, pues no deseaba admitir que me había paralizado el miedo mas el vozarrón de García, hablando en inglés, me ahorró las explicaciones.
     
   -No había visto tanto valor en mi vida. ¿Lo ha visto usted, capitán?-añadió dirigiéndose a Will. -Se ha

quedado plantado como si fuera el mismísimo Pepe-Hillo, sin mover un solo músculo.
       
    -Aún así se ha arriesgado de modo imprudente. El éxito de la misión está por encima de cualquier exhibición-replicó Pendlebury inusualmente ordenancista. Pensé que tenía razón pues, a fin de cuentas, creo que solo confiaba plenamente en mí y mi pérdida hubiese sido un desastre para él.
       
     Iba a disculparme cuando vi acercarse a Braza. Había dado buena cuenta de los enemigos que les cupo en suerte pero su semblante no anunciaba celebración alguna.
        
     -¡A la orden de mi sargento!-tronó Braza cuadrándose.
     
       García le concedió la palabra.
    
       -Un muerto, mi sargento.
   
       ¿Quién?
  
       -El cartagenero... el infante Medinilla-respondió Braza tras recomponer la respuesta.

       García asintió en silencio. Will me miró sin comprender y se lo comuniqué. Pareció que me iba a decir algo pero una algarabía procedente del pueblo le cortó en seco.

        Un grupo de paisanos marchaba hacia donde nos encontrábamos, liderados por un clérigo y un hombre de edad que debía ser, eso pensé, el alcalde.

        -¡Qué inquisición, Dios Mío de mi alma! ¡Qué inquisición!

        Los gritos del párroco me desorientaron lo bastante, pues no entendía el sentido, como para preguntar a García.

        -Viene a decir que es una tragedia-me susurró al tiempo que daba un paso al frente para detener a la comitiva.

        ¡Alto!-gritó y el murmullo se apagó casi al instante.

        Tras unos instantes de pesado silencio el cura se adelantó.

        -¡Han traído la guerra a nuestro pueblo! ¡Han matado a soldados franceses! ¡Esto será nuestra ruina!

        Un coro de voces aullantes recalcó sus palabras. Iba García a replicar cuando, a mi vez, di un paso al frente.

        -¿Hemos traído la guerra?-grité. ¿Acaso España no estaba ya en guerra?

        -Santo Dios Bendito... musitó el cura previamente a un arranque bastante sonoro. -¡Un inglés! ¡Un hereje nos trae la ruina, señores vecinos!

        Nuevamente los aullidos de la turba cobraron fuerza. No me pasó desapercibido que Valverde y Cantero de dejasen ver, con las armas prestas, a espaldas de los enfurecidos lugareños. Asimismo, Gaetano y Delgado ya habían tomado posiciones a mi espalda y Pendlebury, que solamente había colegido el término inglés, se afanaba en recargar una de sus pistolas.

        -¿Es que tiene que venir un extranjero a enseñaros a luchar por vuestra patria?-grité consciente de que aquella gente era muy capaz de desarmarnos y entregarnos a los franceses.

        -¡Vengo con soldados españoles, españoles de verdad, que luchan por su patria y su rey y por verla libre de invasores.

        -¿Qué rey es ese?-gritó una voz. -Ya tenemos un rey y es Don José I Bonaparte.

        -¡Mamporrero de gabachos-gritó Delgado mas García, con gesto imperioso, lo llamó al orden.

        -¿Un francés? ¿Un rey francés?-grité. -¿Uno de esos que degüellan a su natural señor? ¿Esos que han incendiado templos y secuestrado al Papa de Roma?

        El clérigo me miró con furia.

        ¿Qué pude saber de eso un hereje inglés? ¿Es que son mejores que los franceses?

        -¡Pater noster,
         qui es in caelis,
         sanctificetur nomen tuum...!

        El cura no supo qué responder ante la forma en que recité, con convicción legítima, la oración de nuestro Creador. Y creo que tampoco esperaba que, tras abrir el cuello de mi casaca, mostrase la cruz que me regalara el páter Fennessy cuando partí para Lisboa, haciendo de correo, tras la batalla de Talavera.

        -¡Esta es la cruz de San Patricio! ¡La cruz de los buenos católicos de ese país que llaman aquí Irlanda! ¡Puedo no ser español, pero vengo a luchar por vosotros junto a soldados españoles y con la cruz de la Fe, única y verdadera!

        Un nuevo silencio cayó pesadamente. El hombre al que había juzgado como alcalde alzó tímidamente la voz.

        -Pero los franceses tomarán represalias...  Y hay paisanos nuestros enrolados en su Milicia...

       



-¿Represalias?-gritó García.

       
      -¿Creéis que pensaban en eso Daoíz y Velarde? ¿Y los que lucharon en Bailén o en Talavera? ¿O los que luchamos ahora lejos de nuestros hogares?

         ¡Se han metido en nuestros pueblos, se llevan lo que les viene en gana, esclavizan a vuestros mozos enrolándolos en sus tropas...!

     
        ¿Y aún habláis de represalias?

lunes, 9 de septiembre de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (III)


Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.
              
  Corrí hacia la entrada seguido de Delgado mientras Pendlebury descargaba su otra pistola a través del ventanuco. Fuera, el estampido de los disparos, los gritos y los relinchos de las cabalgaduras habían convertido aquella plácida mañana en el remedo de la guerra que atronaba por todo el Continente.
         
       García, que había derribado de un culatazo a Casimiro Peña, había descargado luego su arma contra el subteniente francés que se encontrara junto a aquél, y que presumiblemente era el oficial al mando del convoy. Cuando llegamos a su lado se batía contra un jinete que, en vano, trataba de ensartarlo con su sable. Un disparo de Delgado derribó al francés y corrimos a cubrirnos, protegidos por el fuego graneado de Gaetano, Montiel y Salguero, los tiradores selectos que García dispusiera en la arboleda aledaña.

         En una esquina del barracón, fuera del alcance enemigo, García y Delgado recargaron sus armas y calaron las bayonetas; a mi vez comprobé mis pistolas y en el momento nos dirigimos al meollo del combate.

        Un caballo sin jinete estuvo a punto de arrollarnos y cuerpos tendidos aquí y allá evidenciaban que los hombres de García conocían su oficio. Corrimos hacia uno de los carromatos, cuyo tiro había sido abatido por sendos impactos, con la intención de disponer de un puesto de tiro a cubierto. En el camino, hacia el pueblo, arreciaba el fuego, señal de que el cabo Braza y su escuadra habían cerrado la vía de escape del enemigo y los gritos de Allez, Allez se dejaban oír con apremio.

         Estábamos cerca del furgón cuando una descarga, procedente del mismo, se abatió sobre nosotros. Inmediatamente García y Delgado pusieron rodilla en tierra y descargaron sus armas pero yo, como me ocurriera en Talavera, no tuve presencia de ánimo para nada que no fuese quedarme en pie, allí mismo, con mi casaca roja y mi faja de oficial clamando para que me cocieran a balazos y olvidando los consejos de mi padre sobre la predilección de la tropa por abatir a los oficiales.

         -¡Agáchese teniente!-oí gritar a García pero mi atención se hallaba concentrada en una pareja de dragones que galopaba hacia nosotros.

         Por un momento no supe qué era lo que iba a hacer. Parecía como si un pesado silencio se hubiese abatido sobre aquél pedazo de tierra española. Inclusive parecía que los caballos que se dirigían hacia mí fuesen despacio, muy despacio, tanto que hasta podía ver la espuma que gorgoteaba de su hocico y las nubecillas de vapor de los ollares. Recordé aquél día, cerca de Lisboa, cuando uno de los hombres de Emil Saiffer cargó contra mí y lo derribé de un disparo de pistola.

         Según me refirió después García, jamás había visto tanto valor  como el que demostré pero, en honor a la verdad, creo más bien que fue el propio miedo que me atenazaba, y que había convertido mis piernas en rocas, lo que me impidió agacharme siquiera y, cual asno que mueve la piedra del molino, por pura costumbre, alcé mis pistolas y disparé.

         -¡Dios!-fue lo siguiente que oí con claridad y, seguidamente, pude contemplar cómo uno de los dragones estaba tendido a apenas dos pulgadas de donde me hallaba. El hombre trató de ponerse en pie pero fue atravesado, sin contemplaciones, por la bayoneta de Delgado. En el ínterin, García exclamó en inglés.

         -¿Dónde le han enseñado a disparar, teniente?

         Reaccioné a su interpelación mirándole sin pronunciar palabra, mas su gesto me hizo mirar al frente:

         Uno de los caballos relinchaba penosamente, tendido en el suelo con el codillo de una de sus patas destrozado por una bala; por otra parte, otro jamelgo olisqueaba el cuerpo de su jinete, tendido en el suelo y con el casco de bronce y de negra crin partido en dos limpiamente.


domingo, 11 de agosto de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (II)


Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.

-¿Tropa enemiga?-exclamé.              

-¿Infantería o caballería?...¿Cuántos?

-Dragones, yo diría que media docena. Dan escolta a unos carromatos-respondió Medinilla.

-Deben de ser suministros para el asedio-señaló García.

Traduje a Pendlebury que recién había dispuesto todo para la voladura.

-¿Qué hacemos ahora? me preguntó ante la perspectiva.

-¡Que se marchen los carros con las armas!-dije a Galván que empezaba a dar órdenes a sus hombres para la lucha.

El guerrillero me miró por unos instantes considerando, tal vez, discutir mi orden pero obedeció y, rápidamente, los carros cargados de mosquetes y barriletes de pólvora empezaron a trotar.



-Será mejor dejar que pasen, no nos conviene entablar combate- dije en inglés de modo que Pendlebury y García lo entendiesen a la vez.

-Pendlebury asintió y García ordenó a Medinilla que regresara a su puesto y que no abrieran fuego si no se entablaba hostilidad.

Nos metimos en el barracón, pues, García, Bancalero, Delgado, Pendlebury y yo junto a nuestros tres prisioneros; los tiradores habían ocupado posiciones en el exterior y el plan, si se le podía llamar así, pasaba porque el convoy enemigo continuase la marcha de modo que, pasado un tiempo prudencial, pudiésemos volver sobre nuestros pasos una vez hubiésemos destruido el depósito.

Por unos minutos que parecieron eternos aguardamos a que los franceses cruzasen por dónde nos hallábamos. En previsión de que quisieran indagar sobre por qué el centinela no se hallaba en su puesto García, despojado de su casaca y adoptando las trazas de un paisano, se acomodó en el puesto.

Desde un ventanuco entreabierto Pendlebury y yo observábamos las evoluciones del enemigo: contamos diez jinetes, dragones del 14º Regimiento a juzgar por el número que campeaba en la gualdrapa de las monturas, que daban escolta a tres carretas cubiertas.

Con una lentitud exasperante la columna alcanzó nuestra altura y, para nuestro alivio, comprobamos que seguían su camino. García, inclusive, participaba de nuestro regocijo remedando un torpe intento de parecer marcial y cuadrarse al paso de los jinetes, cosa que les produjo no poca risa.

Mas, al poco, unos gritos en la cabecera llamaron nuestra atención. Pendlebury enfocó con el alargavista y dijo, con preocupación, que unos lugareños habían interrumpido la marcha. Y, con horror, constatamos que varios de los jinetes de cabeza volvían grupas y cabalgaban hacia nosotros junto a dos o tres paisanos mientras las órdenes de "Alto" recorrían la línea.

Pude ver cómo García amartillaba su arma con disimulo y rogué para que sus tiradores, apostados en la arboleda inmediata, no hiciesen nada por su cuenta y riesgo. En el ínterin tanto yo como Pendlebury dispusimos nuestras pistolas; Bancalero y Delgado, por su parte, encañonaban a los prisioneros.

-Si abrís la boca moriréis, ¿comprendido?-les susurré aunque por su expresión quedaba claro su entendimiento.

-¡Vaya! ¿Quién eres tú?-oímos en el exterior y tratamos de ver qué ocurría.

-Javier García a vuestras órdenes, voluntario de Vejer de la Frontera.

-¿De Vejer? ¿Cuándo te has alistado? ¿Dónde están Antonio y Manuel?

Agarré a uno de nuestros cautivos y le susurré.

-¿Quién es el que está hablando?

-Casimiro Peña-respondió. -Es el jefe de nuestra compañía.

El tal Casimiro apremiaba a García quien, evidentemente, no podía responder a sus preguntas.

-Vamos, responde, de dónde has salido y dónde están los demás...

Pero mientras estábamos más pendientes de lo que se hablaba Pendlebury me señaló al sargento francés que, desde lo alto de su montura, no quitaba ojo a las piernas de García y echaba mano de su pistola de arzón.

-¡Los malditos pantalones!-gritó Pendlebury abriendo del todo el ventanuco y disparando sobre el francés.


-¡Fuego!-grité a mi vez con todas mis fuerzas desencadenando un auténtico infierno...

lunes, 22 de julio de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (I)

Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.

Parece que haya transcurrido un siglo, pero no hace mucho más de día y medio que hemos llevado a cabo la misión encomendada.

Y, aunque sea pronto para decirlo, creo que hemos tenido muchísima suerte habida cuenta la rapidez y la limpieza con que se han desarrollado los acontecimientos aun a pesar de haber sufrido sensibles bajas.

Pero no quiero adelantar acontecimientos así que me ceñiré, en lo posible, al orden de los hechos.

Después de la reunión con los representantes de los jefes guerrilleros favorables a nuestra propuesta, y no sin dificultad, acordamos que  proveerían el transporte, un par de carretas que eran, donde se habría de cargar el botín.

Volvimos, pues, a ponernos en camino al caer el pasado día once. Según Galván había ya poca distancia hasta Casas Viejas y, al parecer, el depósito de armas se encontraba a las afueras del pueblo (en nuestra dirección de marcha) lo que nos facilitaba la tarea en gran medida.

Y empezaba a clarear el nuevo día cuando, al fin, llegamos a los aledaños de Casas Viejas. El canto de los gallos y el mugir del ganado se oía ya con claridad de modo que nos cobijamos en una pequeña arboleda para descansar algo y preparar nuestro plan.

El depósito se encontraba, como dijera Galván, a una milla escasa de la población.

Era un edifico de una sola planta, poco más que un barracón, de los que se emplean para guardar los aperos de labor. Había sido rodeado por una cerca de madera y se había erigido una garita, donde dormitaba un solitario centinela, junto a la puerta.

Inmediatamente, una vez reconocido el terreno, se trazó el plan de acción:

El cabo Braza, con Cantero, Medinilla y Valverde, se apostaría en la orilla del camino que conducía a Casas Viejas para, en caso de actividad enemiga, retrasarla en lo posible amén de alertarnos.

Gaetano, Montiel y Salguero, los mejores tiradores del pelotón, tomarían posiciones desde donde se dominaba el objetivo. En caso de una salida en fuerza del enemigo, su fuego le haría no poco daño.

Galván, con sus hombres, había quedado algo más retrasado esperando al grupo encargado de transportar las armas.

Y, en fin, García, Delgado y Bancalero junto a Pendlebury y yo mismo nos encargaríamos de entrar en el recinto e intimar a la rendición de sus ocupantes.

El centinela, un paisano sin más uniforme que un correaje que había conocido mejores días, solamente se dio cuenta de que estábamos allí porque Bancalero puso la punta de su bayoneta sobre su cuello. Asustado, el hombre no pudo articular palabra.

-¿Cuántos hay ahí dentro?- le preguntó García.

El hombre no respondió de modo que lo dejamos al cuidado de Bancalero y nos dispusimos a entrar. García, con el mosquete presto y Pendlebury y yo, con una pistola en cada mano, nos situamos a ambos lados de la puerta mientras Delgado daba la vuelta para asegurarse de que no hubiera otra salida.

García gritó:

-¡Salgan en nombre del Rey!

Dos paisanos, con aspecto somnoliento, salieron para encontrarse con que estaban encañonados.

-¿Quién está al mando?-pregunté enérgicamente.

Uno de ellos acertó a decir.

-Es Casimiro, el de las tórtolas, pero debe de estar en el campo...

-Quiere decir que quién manda ahora, pollino-le interpeló García.

-Éste-señaló al otro con alivio mientras su compañero le miraba de reojo.

-¿A qué unidad pertenecen ustedes?-volví a preguntar mientras Delgado, que acababa de aparecer, entró a un gesto de García.

-Tercera compañía de Tiradores de la Guardia Cívica-respondió con sequedad.

-¿Dónde están sus uniformes?-preguntó Pendlebury y traduje de inmediato.

El hombre me miró e hizo un expresivo gesto con las manos abiertas. En el ínterin un ruido de caballerías nos avisó de que llegaban los carros.

-¡A la faena!-gritó Galván mientras varios hombres entraban en el barracón.

-¡Hay lo menos cien y también barriles de pólvora!-exclamó Delgado que salía.
Galván se encaró con el otro prisionero y le espetó:

-¿No os da vergüenza servir a los gabachos?

El hombre no respondió pero su compañero sí lo hizo.

-¿Y tú? ¿Qué haces con los ingleses?

Galván echó mano a la navaja que llevaba embutida en la faja pero logré sujetar su brazo.

-¡Calma!-grité.

-Al traidor que matemos hoy no tendremos que combatirle mañana-dijo Delgado.

-¡A callar, infante!-gritó García. -Ve a por los tiradores...

Delgado obedeció y Will, que salía del barracón, exclamó.

-Voy a ocuparme de la voladura.

-¿De cuántos hombres dispone esta unidad aquí?-inquirí.

-¡No le voy a decir nada, cochino inglés!

Tuve que frenar de nuevo a Galván.

-Doce aquí en Casas Viejas-dijo el otro y añadió, mirando a su furibundo compañero -¡Cierra la boca! ¿Quieres que nos maten?

Luego dijo:

-Perdónele, señor oficial. A su hermano lo enroló la Real Armada y se perdió en el Cabo Trafalgar.

Galván espetó un improperio pero la llegada a la carrera del infante Medinilla lo interrumpió.


-¡Viene tropa enemiga!-gritó señalando a la entrada del pueblo.

lunes, 8 de julio de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VII (II)


Diez de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar en ruta hacia Casas Viejas.

Había caído la noche y los sonidos tan familiares a lo largo de la jornada se desvanecieron lo mismo que la luz que se filtraba por la boca del pozo. 

Estaba previsto que los enviados de los grupos guerrilleros que operaban en aquellas regiones habrían de encontrarse ya allí.

Una voces en la boca del pozo nos pusieron en guardia pero Galván nos tranquilizó con un movimiento de la mano.

-No pasa nada-dijo. -Ya es el momento de subir.

Una escala de cuerda fue tendida y, a la luz de un farol, subimos Will Pendlebury, el sargento García, Galván y yo. Se acordó que los hombres podrían subir por turnos para cenar y desentumecerse de la prolongada reclusión.

Matías, que tal era el nombre del posadero, nos guió hacia una estancia del piso superior. Era pieza amplia donde se habían unido dos mesas y dispuesto varias sillas a su alrededor; tres hombres aguardaban nuestra llegada.

Galván les estrechó la mano y a continuación hizo las presentaciones.

-Francisco Manzaneque, a las órdenes de Pedro Zaldívar, de la campiña de Xerez de la Frontera; Ramón González, teniente de Luis Gomar, de El Bosque; y Amador Poveda, de la agrupación patriota de Conil de la Frontera.

Intercambiamos saludos y nos sentamos. Los dos primeros eran hombres del campo mientras que el tercero tenía trazas de persona acomodada, a juzgar por su vestimenta y sus modales.

-¿Cómo es que mandan a un simple teniente a una reunión de este tipo?-preguntó súbitamente González mirándome.

-Yo no estoy al mando-respondí- sino el capitán Pendlebury aquí presente. -Él no habla su lengua pero yo sí, por eso he tomado la palabra.

González miró a Galván y éste asintió en silencio. El primero no se dejó impresionar y arremetió de nuevo.

-¿Y los soldados que vienen con ustedes? Son españoles, ¿no es así? ¿Por qué no ha venido un oficial español?

Iba a replicar pero Galván se adelantó.

-Eso ya lo hablamos, Ramón. Necesitamos armas y los ingleses están en condiciones de dárnoslas.

-¿Cómo está usted bajo mando inglés, sargento?-terció Manzaneque.

García me miró a mí y a Pendlebury antes de responder.

-Soy un soldado, señor. Obedezco las órdenes que me dan.

Traduje a Will lo que estaban diciendo y me indicó que les hiciera saber que estábamos allí para ayudarles, no para que nos insultasen desconfiando de nosotros.
  
-Ustedes quieren armas, ¿no es así?-dije. -Pues en ese caso es mejor que todos confiemos entre nosotros.

-Disculpe, teniente-esta vez fue Poveda quien habló. -No pretendemos ofenderle pero aquí no hay demasiado buen recuerdo de los ingleses.

Traduje a Will quien asintió y me señaló que ahora las circunstancias eran otras. Así lo hice y Manzaneque respondió agriamente.

-¿Cómo pretenden que olvidemos sus rapiñas y sus ataques? Ustedes los ingleses siempre han sido enemigos de España.

Galván replicó pero mi respuesta se oyó con claridad.

-Yo no soy inglés, soy irlandés.

-Tanto monta, monta tanto-respondió González. Son todos iguales.

-Pedí a García que tradujera a Will para poder concentrarme en rebatir los ataques, basados más en la tradicional enemistad entre España y Gran Bretaña que en otra cosa aunque, pensé para mis adentros, no sabían aquellos hombres que su desconfianza era del todo justificada por cuanto había visto lo que hacían nuestros soldados con los bienes y las industrias que caían en nuestro poder.

-Señores-dije-somos aliados contra Bonaparte. Ustedes han acudido a nosotros porque quieren luchar y nosotros estamos dispuestos a darles con qué. Es por eso que estamos aquí y si mandamos soldados españoles es porque queremos dejar claro que nuestras intenciones son tan nobles como puedan serlo las suyas.

Se miraron durante unos instantes y aproveché para seguir.

-¿Creen que sin fuese así los mandos españoles nos hubiesen cedido a estos hombres?

Poveda alzó la mano.

-Seamos francos, pues. ¿Qué quieren a cambio de darnos las armas?

-Que las utilicen-respondí.

González bufó.

-¿Y qué más? Luis Gomar no acepta órdenes ni de la Junta ni de los ingleses. Si quieren ponernos a bajo su mando olvídenlo.

Galván tronó.

¿Quién ha dicho nada de eso? Fui a ver a los ingleses porque queremos pelear y la Junta no está en condiciones de darnos nada. He empeñado mi palabra y ahora no voy a quedar como un embustero.

Me interpuse al tiempo que dije.

-Nuestra voluntad está clara: nos han pedido ayuda y hemos venido. No exigimos que se sometan a ningún mando que no sea el que ustedes dispongan pero esperamos que, como he dicho, utilicen las armas hostigando al enemigo y destruyendo todo cuanto pueda serle de utilidad.

Poveda volvió a hablar.

-Discúlpenos, teniente. Esto es nuevo para todos nosotros. No somos militares y hasta hace bien poco cada uno se dedicaba a sus quehaceres. No es nuestra intención ofenderle a usted, ni a su capitán ni a su Rey pero el ver cómo invaden nuestro país nos obliga a tomar parte en su defensa.

-Pedro Zaldívar no reconoce a más señor que a Don Fernando VII, cautivo de esos impíos que asolan nuestros templos-recitó Manzaneque como si se tratase de un rezo.

Se enzarzaron en una discusión sobre los problemas de España, a la que también se unió Galván. Mientras los oía pensaba en que si realmente el haberme encomendado esta misión era mejor que estar en una celda en Gibraltar.

Cuando al fin se calmaron fue Will quien habló mientras yo traducía.

-Caballeros, su enemigo es nuestro enemigo. Nos hemos comprometido a asistirles y eso es lo que haremos. Y como muestra de que lo que aseveramos es verdad les proporcionaremos armas de forma inmediata.

-¿Y dónde están? ¿Las han traído con ustedes?-inquirió irritado González.

Hice un gesto a García y él respondió.


-Nosotros se las quitaremos a los gabachos y a los afrancesados y se las daremos a ustedes. Para eso hemos venido.

domingo, 26 de mayo de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VII (I)


Diez de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar en ruta hacia Casas Viejas.

Empezaba a clarear cuando El Recio nos indicó que nos estábamos aproximando al siguiente refugio.

Estábamos agotados después de marchar toda la noche por caminos llenos de barro y calados hasta los huesos por la humedad y el frío. 

En honor a la verdad hemos cubierto unas seis o siete millas, según los cálculos de Pendlebury y, además, hemos tenido la inmensa fortuna de poder recorrer la totalidad de esa distancia por caminos regulares. Ciertamente no nos hemos cruzado con ninguna patrulla, ni con nadie en realidad, de modo que hemos podido marchar sin tener que internarnos en los campos y arboledas lo que nos hubiese retrasado habida cuenta de las recientes lluvias.

Una nota de aprensión se apoderó de mí, y creo que de todos, cuando advertimos que nuestro refugio iba a ser una posada situada más allá de la bifurcación que lleva a una villa llamada Vejer. Realmente no parecía ser el mejor lugar para reponernos tras una agotadora marcha nocturna mas El Recio, casi adivinando mis pensamientos, me tranquilizó diciéndome que no habría ningún problema y que nadie nos vería.

No muy convencido llegamos a la puerta del establecimiento. García y sus hombres habían aprestado los mosquetes, igualmente temerosos de caer en una celada.  El posadero, que sin duda nos aguardaba, nos hizo pasar y tras atravesar el amplio comedor, desembocamos a un patio. Farol en mano se dirigió a un pozo que había bajo unas escalinatas indicándonos que le siguiéramos. Así lo hicimos y, para mi sorpresa y creo que para la de todos, nos señaló el borde del mismo.

Fue Galván quien, sentándose a horcajadas, empezó a descender por una escala que no habíamos visto. Me asomé a tiempo de ver cómo desaparecía por una oquedad practicada en una de las paredes del abismo. Así, en pocos minutos, todo el pelotón se deslizó por la oscura boca y accedió por la oquedad que ocultaba una gruta lo bastante espaciosa como para que pudiéramos acomodarnos todos.

Aún embargado por la sorpresa, Galván me explicó que aquello era un escondite empleado por los contrabandistas que operaban en la costa cercana. Él mismo lo había empleado varias veces y allí pasaríamos el resto del día antes de volver a ponernos en camino al caer la noche. A mi pregunta acerca de que podríamos haber sido vistos por algún huésped replicó que el posadero era un patriota (aunque me inclino a pensar que sea su socio en sus negocios de contrabando) y que quienes la ocupan son gente de confianza. Tanto que, al parecer, es este el lugar elegido para celebrar la reunión con los jefes guerrilleros.

Hice ver a Pendlebury que los españoles parecían haber dispuesto todo con antelación, pues ambos suponíamos que la reunión tendría lugar más cerca de Casas Viejas. Mas él, como oficial al mando, se limitó a indicar que nuestra misión se ceñía a  despachar las cartas y capturar el depósito, siendo los detalles de este tipo intrascendentes.

Por otra parte la gruta que habría de ser nuestro cobijo, pese a las reticencias de los hombres de García, estaba bien surtida de vituallas y bastante bien ventilada, prueba de que debía ser más grande de lo que parecía.

Agotados nos dispusimos a descansar después de que se dispusiesen los turnos de guardia. No pude resistirme a preguntar a Galván si la gruta contaba con alguna otra salida. Ante mi insistencia respondió que, en efecto, la había y al cuestionarle si era preciso destacar guardias en aquella me respondió que no había de preocuparme y que a su tiempo me revelaría donde se encontraba.

Traté de dormir y lo logré, mal que bien, algunas horas. Desde la boca del pozo podían oírse las voces de los viajeros que hacían alto o de los comerciantes que ofrecían allí sus mercaderías. Agucé el oído tratando de captar voces francesas pero no pude distinguir ninguna, si es que las había.
En esos momentos se incorporó a la guardia el infante Valverde, a quien sus camaradas llamaban El Bachiller. Sabía que era una distinción reservada a personas de cierta formación por lo que mi curiosidad se impuso a la costumbre de no dirigirse a la tropa e inquirí acerca de las circunstancias que le habían conducido a la presente situación. Con voz queda me narró la siguiente historia:

-Yo estaba en Madrid el Dos de Mayo. Mis compañeros y yo, al oír que los patriotas se habían levantado contra los ocupantes, acudimos a la Puerta del Sol a ayudar en lo que pudiéramos. Éramos cinco y estábamos embriagados de fervor patriótico. Se decía que los franceses se iban a llevar al infante Don Francisco de Paula y que iban a dar el trono de España a Murat.

No teníamos armas, en realidad tampoco las sabíamos manejar, pero había gente por todas partes que portaban desde pistolas hasta horcas y navajas. Se oían disparos y el griterío era indescriptible.

De pronto alguien mandó callar y poco a poco todo quedó en silencio. Un estruendo que procedía de la Puerta de Alcalá se hacía oír cada vez más. Parecía como el retumbar de los truenos pero era diferente... El firme de la calzada vibraba por momentos, como si la tierra fuera a abrirse. Entonces una voz gritó:

 ¡Vienen los mamelucos!

Los vimos  aparecer cuando empezaban a picar espuelas. Tal y como los caballos empezaron a ganar velocidad desenvainaron los alfanjes y empezaron la matanza.

Fue un horror. Cargaban contra cualquiera, ya fuera hombre o mujer, o niño incluso, llevara o no armas.

Todos corrimos aunque no había forma de librarse de aquellos demonios. Daban mandobles a derecha y a izquierda y los caballos pisoteaban los cuerpos de los desgraciados que caían bajo sus terribles tajos.

Pronto me separé de mis compañeros y solamente pude ver cómo uno de ellos caía con la cabeza abierta, a los demás no los volví a ver. Eché a correr presa del pánico cuando advertí que uno de aquellos diablos picaba espuelas y se lanzaba tras de mí.

Y corrí, corrí como nunca antes lo había hecho. No recuerdo por cuánto tiempo mas el caso es que me detuve y me oculté en un portal mientras el repiqueteo de los cascos del caballo contra los adoquines me martilleaba las sienes.

Por un instante no ocurrió nada. Oí como el caballo relinchaba y el golpeteo de los cascos contra el firme pero, de improviso, oí un grito:


¡En ese portal!

Le vi atravesar el portal con el alfanje en la mano. Eché a correr escaleras arriba y no me abrí la cabeza de milagro con los tiestos que colgaban de la pared. Estaba muerto de miedo y casi sin fuerzas y tropecé. Tuve el tiempo justo para volverme y ver cómo levantaba el arma. Entonces le lancé una patada que le hizo perder el equilibrio.

Y sin saber de dónde saqué las fuerzas y el ánimo agarré uno de los tiestos y lo estampé contra su cabeza en el momento en que se incorporaba. Solamente recuerdo cómo la sangre empezaba a mancharle el rostro y caía hacia escaleras abajo...

Ya no tenía remedio. Había matado a un soldado enemigo y la delación de que había sido objeto no me dejaba otra alternativa que escapar. Le quité la pistola y un puñal moruno que portaba y eché a correr de nuevo. Traté de buscar refugio pero cuando decía que había matado a un mameluco todo el mundo me cerraba las puertas. Al final, tras burlar a los franceses no sé cuantas veces, logré salir de Madrid y pude unirme a otros que, como yo, huían de las represalias.

Y aquí estoy...- concluyó Valverde como si lo que hubiese narrado no fuera sino el producto de una aventura de días escolares.

Me disponía a retirarme cuando, por pura indiscreción, le pregunté acerca de lo que estudiaba.


-Teología- replicó con indiferencia.