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lunes, 9 de septiembre de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (III)


Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.
              
  Corrí hacia la entrada seguido de Delgado mientras Pendlebury descargaba su otra pistola a través del ventanuco. Fuera, el estampido de los disparos, los gritos y los relinchos de las cabalgaduras habían convertido aquella plácida mañana en el remedo de la guerra que atronaba por todo el Continente.
         
       García, que había derribado de un culatazo a Casimiro Peña, había descargado luego su arma contra el subteniente francés que se encontrara junto a aquél, y que presumiblemente era el oficial al mando del convoy. Cuando llegamos a su lado se batía contra un jinete que, en vano, trataba de ensartarlo con su sable. Un disparo de Delgado derribó al francés y corrimos a cubrirnos, protegidos por el fuego graneado de Gaetano, Montiel y Salguero, los tiradores selectos que García dispusiera en la arboleda aledaña.

         En una esquina del barracón, fuera del alcance enemigo, García y Delgado recargaron sus armas y calaron las bayonetas; a mi vez comprobé mis pistolas y en el momento nos dirigimos al meollo del combate.

        Un caballo sin jinete estuvo a punto de arrollarnos y cuerpos tendidos aquí y allá evidenciaban que los hombres de García conocían su oficio. Corrimos hacia uno de los carromatos, cuyo tiro había sido abatido por sendos impactos, con la intención de disponer de un puesto de tiro a cubierto. En el camino, hacia el pueblo, arreciaba el fuego, señal de que el cabo Braza y su escuadra habían cerrado la vía de escape del enemigo y los gritos de Allez, Allez se dejaban oír con apremio.

         Estábamos cerca del furgón cuando una descarga, procedente del mismo, se abatió sobre nosotros. Inmediatamente García y Delgado pusieron rodilla en tierra y descargaron sus armas pero yo, como me ocurriera en Talavera, no tuve presencia de ánimo para nada que no fuese quedarme en pie, allí mismo, con mi casaca roja y mi faja de oficial clamando para que me cocieran a balazos y olvidando los consejos de mi padre sobre la predilección de la tropa por abatir a los oficiales.

         -¡Agáchese teniente!-oí gritar a García pero mi atención se hallaba concentrada en una pareja de dragones que galopaba hacia nosotros.

         Por un momento no supe qué era lo que iba a hacer. Parecía como si un pesado silencio se hubiese abatido sobre aquél pedazo de tierra española. Inclusive parecía que los caballos que se dirigían hacia mí fuesen despacio, muy despacio, tanto que hasta podía ver la espuma que gorgoteaba de su hocico y las nubecillas de vapor de los ollares. Recordé aquél día, cerca de Lisboa, cuando uno de los hombres de Emil Saiffer cargó contra mí y lo derribé de un disparo de pistola.

         Según me refirió después García, jamás había visto tanto valor  como el que demostré pero, en honor a la verdad, creo más bien que fue el propio miedo que me atenazaba, y que había convertido mis piernas en rocas, lo que me impidió agacharme siquiera y, cual asno que mueve la piedra del molino, por pura costumbre, alcé mis pistolas y disparé.

         -¡Dios!-fue lo siguiente que oí con claridad y, seguidamente, pude contemplar cómo uno de los dragones estaba tendido a apenas dos pulgadas de donde me hallaba. El hombre trató de ponerse en pie pero fue atravesado, sin contemplaciones, por la bayoneta de Delgado. En el ínterin, García exclamó en inglés.

         -¿Dónde le han enseñado a disparar, teniente?

         Reaccioné a su interpelación mirándole sin pronunciar palabra, mas su gesto me hizo mirar al frente:

         Uno de los caballos relinchaba penosamente, tendido en el suelo con el codillo de una de sus patas destrozado por una bala; por otra parte, otro jamelgo olisqueaba el cuerpo de su jinete, tendido en el suelo y con el casco de bronce y de negra crin partido en dos limpiamente.