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domingo, 21 de abril de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo V



Ocho de Abril de 1810 (Anno Domini). A bordo del HMS Pigeon

El oleaje es tremendamente impetuoso en una madrugada en la que no ha cesado de llover.

El fuerte viento ha obligado a que el Pigeon lleve muy poco trapo pues no es seguro que el velamen aguantase sus envites. Eso, y la lluvia que cala hasta los huesos en medio de una oscuridad casi absoluta, conforma un lúgubre cuadro cuando estoy a punto de desembarcar en territorio enemigo para llevar a cabo una misión de todo punto vital.

En la cabina del capitán, en compañía de su titular Sebastian Poole; del mayor Simon Gatacre, uno de los ayudantes del general Stewart; de Will Pendlebury, que habrá de acompañarme en esta ocasión y a quien la perspectiva de una aventura tras las líneas francesas parece haber animado hasta lo indecible; el primer oficial Peter Clarke y el  guardiamarina Anthony Preston, se ha abierto el sobre de órdenes selladas que entregara al mayor Gatacre el general Stewart en Gallineras Altas hace apenas unas horas.

Parece ser que mi cometido principal consiste en llevar sendas cartas a tres jefes de partida que operan en los montes de esta región. Como quiera que contamos con el aval que proporciona José Galván, el Recio, parece ser que es una mera formalidad dar seguridad a esos hombres para que, equipados a nuestra costa, actúen en la retaguardia enemiga y atenúen, en lo posible, el sitio de Cádiz y de La Isla.

Y, como para reforzar la palabra de nuestros generales, han juzgado que nada mejor para la desconfiada naturaleza de los españoles que suministrarles los medios para que puedan hacer la guerra a los franceses sin la demora que supondría un nuevo desembarco de armas y pertrechos.

Por ello, y atendiendo a informes procedentes de los milicianos de Sánchez de la Campa que, a riesgo de su vida, cruzan las líneas por el dédalos de pantanos que bordean la Isla, los franceses disponen de un depósito de armamento en una localidad llamada Casas Viejas, en los montes al norte de Chiclana, destinado a surtir a los conscriptos llamados a filas para servir en las huestes del rey José Bonaparte o a la gendarmería rural destinada a combatir el bandidaje en aquellos inhóspitos escenarios. Este depósito, poco vigilado a decir del mayor Gatacre, puede ser asaltado por un pequeño grupo de tropas capaces amparándose en la sorpresa y la rapidez.

Así pues, y una vez hayan sido entregados los mensajes, habremos de asaltar el depósito y hacernos con la mayor cantidad posible de pertrechos asegurándonos de inutilizar lo que no podamos llevarnos. Esta última eventualidad será tarea que ocupará al capitán Pendlebury quien, por lo demás, detentará el mando de la operación.

Un ominoso silencio, solo interrumpido por el golpeteo del oleaje sobre el casco y el crujir del maderamen, ha seguido a la lectura hecha por el mayor Gatacre. Me he abstenido de hacer ningún comentario, por más que el entusiasmo inicial de Pendlebury se haya mitigado ante lo que parece una empresa muy compleja y, presumiblemente peligrosa.

-¿Con qué medios contaremos?-dije al fin.

-Dadas las circunstancias habrán de obrar con economía de los mismos-respondió Gatacre leyendo el anexo a las órdenes. -Dos oficiales, británicos-añadió subrayando en el aire con el dedo índice-y una pequeña fuerza compuesta por personal español mayoritariamente.

-¿Cómo de pequeña será esa fuerza?-aventuró Pendlebury cada vez menos belicoso.

-Teniendo en cuenta que se trata de penetrar en territorio enemigo, lo más seguro es que se trate de pocos hombres a fin de no despertar excesivas sospechas, ¿no es así?-intervine conociendo las escasas nociones militares del ingeniero.

Gatacre asintió con gravedad.

-No más de diez hombres. Se da por sentado que el elemento nativo afín nos proporcionará apoyo.

Suspiré entonces comprendiendo finalmente la maniobra.

-Diez hombres: La escuadra del sargento García...

Pendlebury me miró y ambos miramos a Gatacre. Poole y sus oficiales guardaban silencio aunque las miradas cruzadas entre ellos no escaparon a mi perspicacia.

-No podemos... El mando no puede permitirse el lujo de que capturen a un soldado británico susceptible de informar de las defensas de Cádiz y de La Isla.

-Nosotros podríamos dado el caso-comenté.

-Ustedes son oficiales del Rey-replicó Gatacre. Es su deber no revelar ninguna información, no bien prefiriendo la muerte ante la perspectiva del cautiverio y la tortura.

Un nuevo silencio ahogó incluso el requiebro de las cuadernas.

-De todos modos-continuó- los hombres de García son perfectamente capaces y la partida de El Recio consta de algo más de cien hombres, según sus propias palabras.

Cerré los ojos ante la perspectiva, muy real, de que el número de hombres de Galván hubiese sido aumentado para aumentar los pertrechos asignados a su grupo. No era preciso el conocido recurso a la exageración por parte de los españoles pues había oído de labios de  mi propio padre cómo, en sus tiempos, se olvidaba consignar durante un tiempo las bajas a fin de que las raciones de los caídos se quedaran a buen recaudo en el estómago de los que aún vivían.

Consumimos cerca de una hora más concretando detalles tales como los puntos de reunión en la costa a partir de siete días a partir del presente y durante los siete días sucesivos Estos puntos serían los lugares de embarque y variarían cada día para evitar que los vigías franceses pudiesen situar al Pigeon. Se daba por supuesto que si al séptimo día de vigilia no dábamos señales de vida, el Pigeon regresaría a Cádiz a dar cuenta del fracaso de la operación.

Finalizo estas líneas en la cabina que comparto con Pendlebury pues el desembarco, en algún punto de la costa cerca del Cabo de Roche, está próximo. Debido a lo crudo de la noche no es fácil los vigías de la torre situada en aquél paraje que detecten nuestra posición.


Y mientras apresto mis útiles: un morral con un cuaderno nuevo (mis diarios están a buen recaudo en Cádiz pues su captura podría dar informes valioso al enemigo), varios lápices, dos pistolas y un cuchillo de buen tamaño, no puedo evitar pensar que todo aquello no es sino una forma muy diplomática de deshacerse de mí.