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lunes, 22 de julio de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VIII (I)

Trece de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.

Parece que haya transcurrido un siglo, pero no hace mucho más de día y medio que hemos llevado a cabo la misión encomendada.

Y, aunque sea pronto para decirlo, creo que hemos tenido muchísima suerte habida cuenta la rapidez y la limpieza con que se han desarrollado los acontecimientos aun a pesar de haber sufrido sensibles bajas.

Pero no quiero adelantar acontecimientos así que me ceñiré, en lo posible, al orden de los hechos.

Después de la reunión con los representantes de los jefes guerrilleros favorables a nuestra propuesta, y no sin dificultad, acordamos que  proveerían el transporte, un par de carretas que eran, donde se habría de cargar el botín.

Volvimos, pues, a ponernos en camino al caer el pasado día once. Según Galván había ya poca distancia hasta Casas Viejas y, al parecer, el depósito de armas se encontraba a las afueras del pueblo (en nuestra dirección de marcha) lo que nos facilitaba la tarea en gran medida.

Y empezaba a clarear el nuevo día cuando, al fin, llegamos a los aledaños de Casas Viejas. El canto de los gallos y el mugir del ganado se oía ya con claridad de modo que nos cobijamos en una pequeña arboleda para descansar algo y preparar nuestro plan.

El depósito se encontraba, como dijera Galván, a una milla escasa de la población.

Era un edifico de una sola planta, poco más que un barracón, de los que se emplean para guardar los aperos de labor. Había sido rodeado por una cerca de madera y se había erigido una garita, donde dormitaba un solitario centinela, junto a la puerta.

Inmediatamente, una vez reconocido el terreno, se trazó el plan de acción:

El cabo Braza, con Cantero, Medinilla y Valverde, se apostaría en la orilla del camino que conducía a Casas Viejas para, en caso de actividad enemiga, retrasarla en lo posible amén de alertarnos.

Gaetano, Montiel y Salguero, los mejores tiradores del pelotón, tomarían posiciones desde donde se dominaba el objetivo. En caso de una salida en fuerza del enemigo, su fuego le haría no poco daño.

Galván, con sus hombres, había quedado algo más retrasado esperando al grupo encargado de transportar las armas.

Y, en fin, García, Delgado y Bancalero junto a Pendlebury y yo mismo nos encargaríamos de entrar en el recinto e intimar a la rendición de sus ocupantes.

El centinela, un paisano sin más uniforme que un correaje que había conocido mejores días, solamente se dio cuenta de que estábamos allí porque Bancalero puso la punta de su bayoneta sobre su cuello. Asustado, el hombre no pudo articular palabra.

-¿Cuántos hay ahí dentro?- le preguntó García.

El hombre no respondió de modo que lo dejamos al cuidado de Bancalero y nos dispusimos a entrar. García, con el mosquete presto y Pendlebury y yo, con una pistola en cada mano, nos situamos a ambos lados de la puerta mientras Delgado daba la vuelta para asegurarse de que no hubiera otra salida.

García gritó:

-¡Salgan en nombre del Rey!

Dos paisanos, con aspecto somnoliento, salieron para encontrarse con que estaban encañonados.

-¿Quién está al mando?-pregunté enérgicamente.

Uno de ellos acertó a decir.

-Es Casimiro, el de las tórtolas, pero debe de estar en el campo...

-Quiere decir que quién manda ahora, pollino-le interpeló García.

-Éste-señaló al otro con alivio mientras su compañero le miraba de reojo.

-¿A qué unidad pertenecen ustedes?-volví a preguntar mientras Delgado, que acababa de aparecer, entró a un gesto de García.

-Tercera compañía de Tiradores de la Guardia Cívica-respondió con sequedad.

-¿Dónde están sus uniformes?-preguntó Pendlebury y traduje de inmediato.

El hombre me miró e hizo un expresivo gesto con las manos abiertas. En el ínterin un ruido de caballerías nos avisó de que llegaban los carros.

-¡A la faena!-gritó Galván mientras varios hombres entraban en el barracón.

-¡Hay lo menos cien y también barriles de pólvora!-exclamó Delgado que salía.
Galván se encaró con el otro prisionero y le espetó:

-¿No os da vergüenza servir a los gabachos?

El hombre no respondió pero su compañero sí lo hizo.

-¿Y tú? ¿Qué haces con los ingleses?

Galván echó mano a la navaja que llevaba embutida en la faja pero logré sujetar su brazo.

-¡Calma!-grité.

-Al traidor que matemos hoy no tendremos que combatirle mañana-dijo Delgado.

-¡A callar, infante!-gritó García. -Ve a por los tiradores...

Delgado obedeció y Will, que salía del barracón, exclamó.

-Voy a ocuparme de la voladura.

-¿De cuántos hombres dispone esta unidad aquí?-inquirí.

-¡No le voy a decir nada, cochino inglés!

Tuve que frenar de nuevo a Galván.

-Doce aquí en Casas Viejas-dijo el otro y añadió, mirando a su furibundo compañero -¡Cierra la boca! ¿Quieres que nos maten?

Luego dijo:

-Perdónele, señor oficial. A su hermano lo enroló la Real Armada y se perdió en el Cabo Trafalgar.

Galván espetó un improperio pero la llegada a la carrera del infante Medinilla lo interrumpió.


-¡Viene tropa enemiga!-gritó señalando a la entrada del pueblo.

lunes, 8 de julio de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRACH". Capítulo VII (II)


Diez de Abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar en ruta hacia Casas Viejas.

Había caído la noche y los sonidos tan familiares a lo largo de la jornada se desvanecieron lo mismo que la luz que se filtraba por la boca del pozo. 

Estaba previsto que los enviados de los grupos guerrilleros que operaban en aquellas regiones habrían de encontrarse ya allí.

Una voces en la boca del pozo nos pusieron en guardia pero Galván nos tranquilizó con un movimiento de la mano.

-No pasa nada-dijo. -Ya es el momento de subir.

Una escala de cuerda fue tendida y, a la luz de un farol, subimos Will Pendlebury, el sargento García, Galván y yo. Se acordó que los hombres podrían subir por turnos para cenar y desentumecerse de la prolongada reclusión.

Matías, que tal era el nombre del posadero, nos guió hacia una estancia del piso superior. Era pieza amplia donde se habían unido dos mesas y dispuesto varias sillas a su alrededor; tres hombres aguardaban nuestra llegada.

Galván les estrechó la mano y a continuación hizo las presentaciones.

-Francisco Manzaneque, a las órdenes de Pedro Zaldívar, de la campiña de Xerez de la Frontera; Ramón González, teniente de Luis Gomar, de El Bosque; y Amador Poveda, de la agrupación patriota de Conil de la Frontera.

Intercambiamos saludos y nos sentamos. Los dos primeros eran hombres del campo mientras que el tercero tenía trazas de persona acomodada, a juzgar por su vestimenta y sus modales.

-¿Cómo es que mandan a un simple teniente a una reunión de este tipo?-preguntó súbitamente González mirándome.

-Yo no estoy al mando-respondí- sino el capitán Pendlebury aquí presente. -Él no habla su lengua pero yo sí, por eso he tomado la palabra.

González miró a Galván y éste asintió en silencio. El primero no se dejó impresionar y arremetió de nuevo.

-¿Y los soldados que vienen con ustedes? Son españoles, ¿no es así? ¿Por qué no ha venido un oficial español?

Iba a replicar pero Galván se adelantó.

-Eso ya lo hablamos, Ramón. Necesitamos armas y los ingleses están en condiciones de dárnoslas.

-¿Cómo está usted bajo mando inglés, sargento?-terció Manzaneque.

García me miró a mí y a Pendlebury antes de responder.

-Soy un soldado, señor. Obedezco las órdenes que me dan.

Traduje a Will lo que estaban diciendo y me indicó que les hiciera saber que estábamos allí para ayudarles, no para que nos insultasen desconfiando de nosotros.
  
-Ustedes quieren armas, ¿no es así?-dije. -Pues en ese caso es mejor que todos confiemos entre nosotros.

-Disculpe, teniente-esta vez fue Poveda quien habló. -No pretendemos ofenderle pero aquí no hay demasiado buen recuerdo de los ingleses.

Traduje a Will quien asintió y me señaló que ahora las circunstancias eran otras. Así lo hice y Manzaneque respondió agriamente.

-¿Cómo pretenden que olvidemos sus rapiñas y sus ataques? Ustedes los ingleses siempre han sido enemigos de España.

Galván replicó pero mi respuesta se oyó con claridad.

-Yo no soy inglés, soy irlandés.

-Tanto monta, monta tanto-respondió González. Son todos iguales.

-Pedí a García que tradujera a Will para poder concentrarme en rebatir los ataques, basados más en la tradicional enemistad entre España y Gran Bretaña que en otra cosa aunque, pensé para mis adentros, no sabían aquellos hombres que su desconfianza era del todo justificada por cuanto había visto lo que hacían nuestros soldados con los bienes y las industrias que caían en nuestro poder.

-Señores-dije-somos aliados contra Bonaparte. Ustedes han acudido a nosotros porque quieren luchar y nosotros estamos dispuestos a darles con qué. Es por eso que estamos aquí y si mandamos soldados españoles es porque queremos dejar claro que nuestras intenciones son tan nobles como puedan serlo las suyas.

Se miraron durante unos instantes y aproveché para seguir.

-¿Creen que sin fuese así los mandos españoles nos hubiesen cedido a estos hombres?

Poveda alzó la mano.

-Seamos francos, pues. ¿Qué quieren a cambio de darnos las armas?

-Que las utilicen-respondí.

González bufó.

-¿Y qué más? Luis Gomar no acepta órdenes ni de la Junta ni de los ingleses. Si quieren ponernos a bajo su mando olvídenlo.

Galván tronó.

¿Quién ha dicho nada de eso? Fui a ver a los ingleses porque queremos pelear y la Junta no está en condiciones de darnos nada. He empeñado mi palabra y ahora no voy a quedar como un embustero.

Me interpuse al tiempo que dije.

-Nuestra voluntad está clara: nos han pedido ayuda y hemos venido. No exigimos que se sometan a ningún mando que no sea el que ustedes dispongan pero esperamos que, como he dicho, utilicen las armas hostigando al enemigo y destruyendo todo cuanto pueda serle de utilidad.

Poveda volvió a hablar.

-Discúlpenos, teniente. Esto es nuevo para todos nosotros. No somos militares y hasta hace bien poco cada uno se dedicaba a sus quehaceres. No es nuestra intención ofenderle a usted, ni a su capitán ni a su Rey pero el ver cómo invaden nuestro país nos obliga a tomar parte en su defensa.

-Pedro Zaldívar no reconoce a más señor que a Don Fernando VII, cautivo de esos impíos que asolan nuestros templos-recitó Manzaneque como si se tratase de un rezo.

Se enzarzaron en una discusión sobre los problemas de España, a la que también se unió Galván. Mientras los oía pensaba en que si realmente el haberme encomendado esta misión era mejor que estar en una celda en Gibraltar.

Cuando al fin se calmaron fue Will quien habló mientras yo traducía.

-Caballeros, su enemigo es nuestro enemigo. Nos hemos comprometido a asistirles y eso es lo que haremos. Y como muestra de que lo que aseveramos es verdad les proporcionaremos armas de forma inmediata.

-¿Y dónde están? ¿Las han traído con ustedes?-inquirió irritado González.

Hice un gesto a García y él respondió.


-Nosotros se las quitaremos a los gabachos y a los afrancesados y se las daremos a ustedes. Para eso hemos venido.