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domingo, 9 de febrero de 2014

Libro II "Erin Go Brach". Capítulo VIII (V)


Trece de abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.

El parlamento de García hizo enmudecer a los lugareños. Eso y el hecho de que sus hombres, aún imbuidos del calor del reciente combate y arrebatados por la muerte de uno de sus compañeros, no mostrasen un aspecto pacífico.

Después de dar sepultura a Medinilla; aprestar los carros franceses, que emplearíamos en nuestra retirada y, finalmente, hacer volar el depósito con lo que quedaba en su interior, nos pusimos en marcha no sin antes habernos asegurado de que la palabra Gibraltar se dejase oír con claridad para el caso, más que seguro, de que se diera aviso a los franceses éstos se encaminasen al punto opuesto a donde nos dirigíamos.

Aunque Pendlebury y yo discutimos sobre la conveniencia de llevar consigo a rehenes de entre los voluntarios locales, pues de los franceses no quedó vivo ninguno ni siquiera los carreteros, convinimos en que era más prudente no hacerlo pues, ante la cercanía de tropa enemiga, podría delatarnos.
Salimos, pues, del pueblo todo lo veloces que lo permitían las bestias. Pendlebury y yo, con el guía que nos dejara Galván y que era un sujeto al que llamaban Dionisio, nos desplazábamos a caballo mientras que García y sus hombres se repartían en dos de los carros capturados.

El plan de huida pasaba por, después de abandonar nuestras monturas, refugiarnos en la posada de Matías para, al amparo de la noche, marchar hacia la costa en donde el Pigeon debería aguardarnos.

Dionisio nos condujo hasta unos viñedos desde donde se podía divisar la venta más allá de un bosquecillo. Una vez nos deshicimos de los carros y los caballos, que soltamos y espantamos para que se alejasen lo más posible, el guía se encaminó a un punto concreto y, tras hurgar en la tierra, extrajo una argolla de la que tiró a continuación.

Se trataba de lo que parecía ser un escondite para el contrabando, igual que el que pudimos ver en la posada. Un escalera daba paso a una estancia apuntalada por vigas de madera. El lugar era angosto y poco salubre pero parecía discreto. Nos indicó que permaneciéramos allí hasta que, al crepúsculo, regresara para acompañarnos a la costa.

Aceptamos, no sin cierta aprensión pues a ninguno se nos escapaba la certeza de que estábamos a merced de aquel hombre. ¿Y si decidiera mudar de lealtades y vendernos a los franceses? Desde luego si así fuere no nos íbamos a vender baratos, yo al menos no, y lo mismo imaginé de los españoles. En cuanto a Pendlebury, en tanto que oficial y caballero pero en absoluto combatiente, su comportamiento en la reciente refriega me hizo verle de otra manera que como hasta entonces.

Y en aquél lugar pasamos el resto del día. Unas tuberías de estufa, disimuladas entre las viñas, permitían que el aire no se viciase por más que los efluvios de tantos hombres convirtiesen el lugar en poco más que una porqueriza.

No es preciso señalar que si, en lugar de Dionisio, se hubiese presentado otro hombre le hubiéramos liquidado antes de poder encomendarse a Dios pues estábamos sobre la armas. Mas no hubo sangre pues era el guía, acompañado por Galván y por uno de los hombres presentes en la reunión de la posada y que recordé como el representante de los patriotas de Conil.

Amador Poveda, que tal era su nombre, parecía consternado y el semblante de Galván no presagiaba nada halagüeño de modo que, junto a Pendlebury y García, los llevamos todo lo aparte que pudimos en el angosto escondite.

-Hay malas noticias-dijo secamente Galván. -Don Amador les explicará...

-Los franceses han destacado una flotilla corsaria en Conil....

Le miramos sin decir palabra mientras se esforzaba en continuar.

-Una goleta, un par de balandras e incluso tres faluchos de Tánger. Al parecer están decididos a pillar todo lo que puedan entre Cádiz y Gibraltar.. Anoche avistaron a su barco...

-¿Al Pigeon?-exclamé.

Poveda asintió y Galván prosiguió.

-Parece que hubo un intercambio de fuego y los suyos enfilaron hacia Cádiz. Dudo que vuelvan ahora que la costa está vigilada. Esta mañana llegaron a Conil varios oficiales navales franceses a felicitar al hombre que manda el escuadrón; es un perro afrancesado llamado Sueiras, Gonzalo Sueiras, que el demonio se lo lleve...

Traduje a Pendlebury y advertí como su rostro se demudaba.

-¿Hay manera de regresar a Cádiz?-pregunté.

Galván y Poveda se miraron, luego el primero fijó la vista en García.




-Sí la hay, dijo el sargento. -Atravesando los caños entre Chiclana y La Isla...