Quince
de abril de 1810 (Anno Domini). A las afueras de Chiclana de la Frontera.
-Esto es una locura- musitó Will Pendlebury desde
nuestro improvisado abrigo, en un pequeño pinar, a la vista de la extensión de
caños y marismas que nos separaba de La Isla.
Asentí en silencio pues, en efecto, no se me ocurría
nada que decir en contra. La perspectiva de cruzar aquél laberinto de ciénagas,
sorteando las posiciones francesas, se me antojaba una tarea de titanes.
Me volví hacia Galván y García quienes, en silencio,
nos miraban.
-¿Hay alguna posibilidad real de cruzar esto?-dije.
-Sí que la hay-respondió Galván. -Yo y aquí Dionisio lo
hemos hecho muchas veces-añadió señalando al hombre que ya nos acompañara tras
nuestra acción de Casas Viejas.
Pendlebury intervino entonces tratando de imprimir
firmeza a sus palabras.
-¿Y no podría cruzar uno de ustedes y pedir ayuda?
Podrían enviar un destacamento a rescatarnos...
Galván y García cruzaron una mirada. Después este
último tradujo al guerrillero y, seguidamente, respondió con tono quedo:
-No hay alternativa, me parece-dije. -O eso o el
cautiverio.
-Para los que llevamos uniforme sí-añadió García.-Para
ellos-agregó señalando a Galván y a Dionisio- sería la muerte.
Pendlebury suspiró entre abrumado por lo que, como
oficial al mando, tenía de responsabilidad por la vida de doce hombres, amén de
la suya propia; y agotado por la marcha nocturna que nos había llevado hasta
donde nos encontrábamos ahora.
En el ínterin,
patrullas de dragones franceses recorrían la comarca junto a milicias locales
que, como los que habíamos encontrado en Casas Viejas, luchaban contra nosotros
y los españoles leales, junto a los franceses. No había, realmente, más que
afrontar lo que, sin ninguna duda, era una temeridad.
-¿Cómo vamos a hacerlo?-pregunté a Galván en español.
-Aguardaremos aquí a que caiga la noche. Aprovecharemos
la oscuridad para internarnos y burlar las guardias que pueda haber en torno al
molino de Bartivás, que está fortificado, y marcharemos bordeando el caño del
mismo nombre con la idea de llegar a la altura de la batería de San Pedro o el
reducto de San Judas.
Traduje a Pendlebury y este, a su vez, quiso saber cómo
íbamos a desplazarnos, sin abrigos y a la vista de las guardias francesas.
-Si hay niebla, como es posible que ocurra, iremos divididos
en dos grupos; uno guiado por Casimiro y el otro por mí mismo.
-¿Y si alguien se pierde?-pregunté.
-Para eso iremos encordados con soga. Así nadie podrá
despistarse -informó García que, acto
seguido, tradujo para Pendlebury.
-¿Y qué pasa si no hay niebla?-preguntó a su vez.
Galván oyó la traducción y algo parecido a una sonrisa
se dibujó unos instantes en sus facciones.
-Pues entonces haremos ver que somos gabachos-respondió
con naturalidad.
No hube acabado de traducir cuando, sin esperar la
reacción de Pendlebury, inquirí con premura.
-¿Hacernos pasar por franceses? No lo dirán en serio...

Era cierto que los uniformes de los infantes de marina
españoles eran muy parecidos al de la infantería francesa. Y el uniforme de los
Ingenieros Reales, asimismo, era muy semejante al francés. No se me escapaba el
hecho de que Galván y García habían meditado esta solución y lo comprobé con
una simple pregunta.
-¿Tiene algo que ver en este plan que el capitán
Pendlebury hable francés?
-Sí-respondió García. -Y no es el único; el cabo Braza
y el infante Gaetano lo hablan algo, y el infante Valverde lo conoce bastante bien.
Si nos diesen el alto podríamos decir que pertenecemos a una compañía de
infantería naval.
-¿Y qué pasa con usted y Casimiro...y conmigo?-añadí
mirando a Galván.
-Casimiro y yo podemos pasar como guías afrancesados.
En cuanto a usted, esa casa roja es como el capote para azuzar a un toro. Y
como no creo que quiera ir sin uniforme si nos capturan, deberá cubrirse con una
ruana.
Antes de que pudiera preguntar, García me explicó que
una ruana era una prenda de ropa empleada en la sierra y que semejaba a una
manta o capote con un agujero para meter la cabeza.
Traduje a Pendlebury quien, con visible cansancio,
exhaló un profundo suspiro.
-Está bien-dijo. -Adelante y que Dios nos ayude.
Pasamos el resto del día en una constante alerta
temiendo que alguna patrulla pasar cerca de donde nos encontrábamos. No pudimos
descansar aunque, con la perspectiva de lo que nos aguardaba, nadie hubiera
podido hacerlo.
Confieso que la idea de internarnos en esa maraña
pantanosa no me agrada en lo más mínimo pero mi deber, como soldado del Rey, es
regresar a mi puesto y continuar sirviendo.
Ignoró que habrá ocurrido en Cádiz con el maldito
asunto del asesinato del mayor Webb y si las pesquisas de Diogenes Arliss han
arrojado alguna luz sobre aquello. Sería una burla macabra lograr llegar a la
Isla para encontrarme con un consejo de guerra y, tal vez, una ejecución
ignominiosa.
Pero, como suele decir mi padre, es inútil preocuparse.
Todo está en manos de Dios de modo que lo que haya de ocurrir está ya escrito.
Acabo estas líneas elevando una plegaria y recordando,
como una ensoñación, que ayer cumplí dieciocho años.