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domingo, 23 de marzo de 2014

Libro II "ERIN GO BRACH". Capítulo IX


Quince de abril de 1810 (Anno Domini). A las afueras de Chiclana de la Frontera.

-Esto es una locura- musitó Will Pendlebury desde nuestro improvisado abrigo, en un pequeño pinar, a la vista de la extensión de caños y marismas que nos separaba de La Isla.

Asentí en silencio pues, en efecto, no se me ocurría nada que decir en contra. La perspectiva de cruzar aquél laberinto de ciénagas, sorteando las posiciones francesas, se me antojaba una tarea de titanes.

Me volví hacia Galván y García quienes, en silencio, nos miraban.

-¿Hay alguna posibilidad real de cruzar esto?-dije.

-Sí que la hay-respondió Galván. -Yo y aquí Dionisio lo hemos hecho muchas veces-añadió señalando al hombre que ya nos acompañara tras nuestra acción de Casas Viejas.

Pendlebury intervino entonces tratando de imprimir firmeza a sus palabras.

-¿Y no podría cruzar uno de ustedes y pedir ayuda? Podrían enviar un destacamento a rescatarnos...

Galván y García cruzaron una mirada. Después este último tradujo al guerrillero y, seguidamente, respondió con tono quedo:

-Si su gente juzga que un bergantín es demasiado valioso para arriesgarlo por nosotros, no crea que la Real Armada pensará de manera diferente si tiene que jugarse una cañonera y una dotación de infantes.

-No hay alternativa, me parece-dije. -O eso o el cautiverio.

-Para los que llevamos uniforme sí-añadió García.-Para ellos-agregó señalando a Galván y a Dionisio- sería la muerte.
Pendlebury suspiró entre abrumado por lo que, como oficial al mando, tenía de responsabilidad por la vida de doce hombres, amén de la suya propia; y agotado por la marcha nocturna que nos había llevado hasta donde nos encontrábamos ahora.

 En el ínterin, patrullas de dragones franceses recorrían la comarca junto a milicias locales que, como los que habíamos encontrado en Casas Viejas, luchaban contra nosotros y los españoles leales, junto a los franceses. No había, realmente, más que afrontar lo que, sin ninguna duda, era una temeridad.

-¿Cómo vamos a hacerlo?-pregunté a Galván en español.

-Aguardaremos aquí a que caiga la noche. Aprovecharemos la oscuridad para internarnos y burlar las guardias que pueda haber en torno al molino de Bartivás, que está fortificado, y marcharemos bordeando el caño del mismo nombre con la idea de llegar a la altura de la batería de San Pedro o el reducto de San Judas.

Traduje a Pendlebury y este, a su vez, quiso saber cómo íbamos a desplazarnos, sin abrigos y a la vista de las guardias francesas.

-Si hay niebla, como es posible que ocurra, iremos divididos en dos grupos; uno guiado por Casimiro y el otro por mí mismo.

-¿Y si alguien se pierde?-pregunté.

-Para eso iremos encordados con soga. Así nadie podrá despistarse   -informó García que, acto seguido, tradujo para Pendlebury.

-¿Y qué pasa si no hay niebla?-preguntó a su vez.

Galván oyó la traducción y algo parecido a una sonrisa se dibujó unos instantes en sus facciones.

-Pues entonces haremos ver que somos gabachos-respondió con naturalidad.

No hube acabado de traducir cuando, sin esperar la reacción de Pendlebury, inquirí con premura.

-¿Hacernos pasar por franceses? No lo dirán en serio...

-No es una mala idea-replicó García. -Nuestros uniformes  son azules, como los de los franceses, y el del capitán también. De lejos podemos pasar perfectamente.

Era cierto que los uniformes de los infantes de marina españoles eran muy parecidos al de la infantería francesa. Y el uniforme de los Ingenieros Reales, asimismo, era muy semejante al francés. No se me escapaba el hecho de que Galván y García habían meditado esta solución y lo comprobé con una simple pregunta.

-¿Tiene algo que ver en este plan que el capitán Pendlebury hable francés?

-Sí-respondió García. -Y no es el único; el cabo Braza y el infante Gaetano lo hablan algo, y el infante Valverde lo conoce bastante bien. Si nos diesen el alto podríamos decir que pertenecemos a una compañía de infantería naval.

-¿Y qué pasa con usted y Casimiro...y conmigo?-añadí mirando a Galván.

-Casimiro y yo podemos pasar como guías afrancesados. En cuanto a usted, esa casa roja es como el capote para azuzar a un toro. Y como no creo que quiera ir sin uniforme si nos capturan, deberá cubrirse con una ruana.

Antes de que pudiera preguntar, García me explicó que una ruana era una prenda de ropa empleada en la sierra y que semejaba a una manta o capote con un agujero para meter la cabeza.

Traduje a Pendlebury quien, con visible cansancio, exhaló un profundo suspiro.

-Está bien-dijo. -Adelante y que Dios nos ayude.

Pasamos el resto del día en una constante alerta temiendo que alguna patrulla pasar cerca de donde nos encontrábamos. No pudimos descansar aunque, con la perspectiva de lo que nos aguardaba, nadie hubiera podido hacerlo.

Confieso que la idea de internarnos en esa maraña pantanosa no me agrada en lo más mínimo pero mi deber, como soldado del Rey, es regresar a mi puesto y continuar sirviendo.

Ignoró que habrá ocurrido en Cádiz con el maldito asunto del asesinato del mayor Webb y si las pesquisas de Diogenes Arliss han arrojado alguna luz sobre aquello. Sería una burla macabra lograr llegar a la Isla para encontrarme con un consejo de guerra y, tal vez, una ejecución ignominiosa.

Pero, como suele decir mi padre, es inútil preocuparse. Todo está en manos de Dios de modo que lo que haya de ocurrir está ya escrito.


Acabo estas líneas elevando una plegaria y recordando, como una ensoñación, que ayer cumplí dieciocho años. 

domingo, 9 de febrero de 2014

Libro II "Erin Go Brach". Capítulo VIII (V)


Trece de abril de 1810 (Anno Domini). En algún lugar entre Casas Viejas y Conil.

El parlamento de García hizo enmudecer a los lugareños. Eso y el hecho de que sus hombres, aún imbuidos del calor del reciente combate y arrebatados por la muerte de uno de sus compañeros, no mostrasen un aspecto pacífico.

Después de dar sepultura a Medinilla; aprestar los carros franceses, que emplearíamos en nuestra retirada y, finalmente, hacer volar el depósito con lo que quedaba en su interior, nos pusimos en marcha no sin antes habernos asegurado de que la palabra Gibraltar se dejase oír con claridad para el caso, más que seguro, de que se diera aviso a los franceses éstos se encaminasen al punto opuesto a donde nos dirigíamos.

Aunque Pendlebury y yo discutimos sobre la conveniencia de llevar consigo a rehenes de entre los voluntarios locales, pues de los franceses no quedó vivo ninguno ni siquiera los carreteros, convinimos en que era más prudente no hacerlo pues, ante la cercanía de tropa enemiga, podría delatarnos.
Salimos, pues, del pueblo todo lo veloces que lo permitían las bestias. Pendlebury y yo, con el guía que nos dejara Galván y que era un sujeto al que llamaban Dionisio, nos desplazábamos a caballo mientras que García y sus hombres se repartían en dos de los carros capturados.

El plan de huida pasaba por, después de abandonar nuestras monturas, refugiarnos en la posada de Matías para, al amparo de la noche, marchar hacia la costa en donde el Pigeon debería aguardarnos.

Dionisio nos condujo hasta unos viñedos desde donde se podía divisar la venta más allá de un bosquecillo. Una vez nos deshicimos de los carros y los caballos, que soltamos y espantamos para que se alejasen lo más posible, el guía se encaminó a un punto concreto y, tras hurgar en la tierra, extrajo una argolla de la que tiró a continuación.

Se trataba de lo que parecía ser un escondite para el contrabando, igual que el que pudimos ver en la posada. Un escalera daba paso a una estancia apuntalada por vigas de madera. El lugar era angosto y poco salubre pero parecía discreto. Nos indicó que permaneciéramos allí hasta que, al crepúsculo, regresara para acompañarnos a la costa.

Aceptamos, no sin cierta aprensión pues a ninguno se nos escapaba la certeza de que estábamos a merced de aquel hombre. ¿Y si decidiera mudar de lealtades y vendernos a los franceses? Desde luego si así fuere no nos íbamos a vender baratos, yo al menos no, y lo mismo imaginé de los españoles. En cuanto a Pendlebury, en tanto que oficial y caballero pero en absoluto combatiente, su comportamiento en la reciente refriega me hizo verle de otra manera que como hasta entonces.

Y en aquél lugar pasamos el resto del día. Unas tuberías de estufa, disimuladas entre las viñas, permitían que el aire no se viciase por más que los efluvios de tantos hombres convirtiesen el lugar en poco más que una porqueriza.

No es preciso señalar que si, en lugar de Dionisio, se hubiese presentado otro hombre le hubiéramos liquidado antes de poder encomendarse a Dios pues estábamos sobre la armas. Mas no hubo sangre pues era el guía, acompañado por Galván y por uno de los hombres presentes en la reunión de la posada y que recordé como el representante de los patriotas de Conil.

Amador Poveda, que tal era su nombre, parecía consternado y el semblante de Galván no presagiaba nada halagüeño de modo que, junto a Pendlebury y García, los llevamos todo lo aparte que pudimos en el angosto escondite.

-Hay malas noticias-dijo secamente Galván. -Don Amador les explicará...

-Los franceses han destacado una flotilla corsaria en Conil....

Le miramos sin decir palabra mientras se esforzaba en continuar.

-Una goleta, un par de balandras e incluso tres faluchos de Tánger. Al parecer están decididos a pillar todo lo que puedan entre Cádiz y Gibraltar.. Anoche avistaron a su barco...

-¿Al Pigeon?-exclamé.

Poveda asintió y Galván prosiguió.

-Parece que hubo un intercambio de fuego y los suyos enfilaron hacia Cádiz. Dudo que vuelvan ahora que la costa está vigilada. Esta mañana llegaron a Conil varios oficiales navales franceses a felicitar al hombre que manda el escuadrón; es un perro afrancesado llamado Sueiras, Gonzalo Sueiras, que el demonio se lo lleve...

Traduje a Pendlebury y advertí como su rostro se demudaba.

-¿Hay manera de regresar a Cádiz?-pregunté.

Galván y Poveda se miraron, luego el primero fijó la vista en García.




-Sí la hay, dijo el sargento. -Atravesando los caños entre Chiclana y La Isla...