Ocho
de Abril de 1810 (Anno Domini). A
bordo del HMS Pigeon
El oleaje es tremendamente impetuoso en una madrugada
en la que no ha cesado de llover.
El fuerte viento ha obligado a que el Pigeon lleve muy poco trapo pues no es
seguro que el velamen aguantase sus envites. Eso, y la lluvia que cala hasta
los huesos en medio de una oscuridad casi absoluta, conforma un lúgubre cuadro
cuando estoy a punto de desembarcar en territorio enemigo para llevar a cabo una
misión de todo punto vital.
En la cabina del capitán, en compañía de su titular
Sebastian Poole; del mayor Simon Gatacre, uno de los ayudantes del general
Stewart; de Will Pendlebury, que habrá de acompañarme en esta ocasión y a quien
la perspectiva de una aventura tras las líneas francesas parece haber animado
hasta lo indecible; el primer oficial Peter Clarke y el guardiamarina Anthony Preston, se ha abierto
el sobre de órdenes selladas que entregara al mayor Gatacre el general Stewart
en Gallineras Altas hace apenas unas horas.
Parece ser que mi cometido principal consiste en llevar
sendas cartas a tres jefes de partida que operan en los montes de esta región.
Como quiera que contamos con el aval que proporciona José Galván, el Recio, parece ser que es una mera
formalidad dar seguridad a esos hombres para que, equipados a nuestra costa,
actúen en la retaguardia enemiga y atenúen, en lo posible, el sitio de Cádiz y
de La Isla.
Y, como para reforzar la palabra de nuestros generales,
han juzgado que nada mejor para la desconfiada naturaleza de los españoles que suministrarles
los medios para que puedan hacer la guerra a los franceses sin la demora que
supondría un nuevo desembarco de armas y pertrechos.

Así pues, y una vez hayan sido entregados los mensajes,
habremos de asaltar el depósito y hacernos con la mayor cantidad posible de
pertrechos asegurándonos de inutilizar lo que no podamos llevarnos. Esta última
eventualidad será tarea que ocupará al capitán Pendlebury quien, por lo demás,
detentará el mando de la operación.
Un ominoso silencio, solo interrumpido por el golpeteo
del oleaje sobre el casco y el crujir del maderamen, ha seguido a la lectura
hecha por el mayor Gatacre. Me he abstenido de hacer ningún comentario, por más
que el entusiasmo inicial de Pendlebury se haya mitigado ante lo que parece una
empresa muy compleja y, presumiblemente peligrosa.
-¿Con qué medios contaremos?-dije al fin.
-Dadas las circunstancias habrán de obrar con economía
de los mismos-respondió Gatacre leyendo el anexo a las órdenes. -Dos oficiales,
británicos-añadió subrayando en el aire con el dedo índice-y una pequeña fuerza
compuesta por personal español mayoritariamente.
-¿Cómo de pequeña será esa fuerza?-aventuró Pendlebury
cada vez menos belicoso.
-Teniendo en cuenta que se trata de penetrar en
territorio enemigo, lo más seguro es que se trate de pocos hombres a fin de no
despertar excesivas sospechas, ¿no es así?-intervine conociendo las escasas
nociones militares del ingeniero.
Gatacre asintió con gravedad.
-No más de diez hombres. Se da por sentado que el
elemento nativo afín nos proporcionará apoyo.
Suspiré entonces comprendiendo finalmente la maniobra.
-Diez hombres: La escuadra del sargento García...
Pendlebury me miró y ambos miramos a Gatacre. Poole y
sus oficiales guardaban silencio aunque las miradas cruzadas entre ellos no
escaparon a mi perspicacia.
-No podemos... El mando no puede permitirse el lujo de
que capturen a un soldado británico susceptible de informar de las defensas de
Cádiz y de La Isla.
-Nosotros podríamos dado el caso-comenté.
-Ustedes son oficiales del Rey-replicó Gatacre. Es su
deber no revelar ninguna información, no bien prefiriendo la muerte ante la
perspectiva del cautiverio y la tortura.
Un nuevo silencio ahogó incluso el requiebro de las
cuadernas.
-De todos modos-continuó- los hombres de García son
perfectamente capaces y la partida de El
Recio consta de algo más de cien hombres, según sus propias palabras.
Cerré los ojos ante la perspectiva, muy real, de que el
número de hombres de Galván hubiese sido aumentado para aumentar los pertrechos
asignados a su grupo. No era preciso el conocido recurso a la exageración por
parte de los españoles pues había oído de labios de mi propio padre cómo, en sus tiempos, se
olvidaba consignar durante un tiempo las bajas a fin de que las raciones de los
caídos se quedaran a buen recaudo en el estómago de los que aún vivían.
Consumimos cerca de una hora más concretando detalles
tales como los puntos de reunión en la costa a partir de siete días a partir
del presente y durante los siete días sucesivos Estos puntos serían los lugares
de embarque y variarían cada día para evitar que los vigías franceses pudiesen
situar al Pigeon. Se daba por
supuesto que si al séptimo día de vigilia no dábamos señales de vida, el Pigeon regresaría a Cádiz a dar cuenta
del fracaso de la operación.
Finalizo estas líneas en la cabina que comparto con
Pendlebury pues el desembarco, en algún punto de la costa cerca del Cabo de
Roche, está próximo. Debido a lo crudo de la noche no es fácil los vigías de la
torre situada en aquél paraje que detecten nuestra posición.
Y mientras apresto mis útiles: un morral con un
cuaderno nuevo (mis diarios están a buen recaudo en Cádiz pues su captura
podría dar informes valioso al enemigo), varios lápices, dos pistolas y un
cuchillo de buen tamaño, no puedo evitar pensar que todo aquello no es sino una
forma muy diplomática de deshacerse de mí.