Trece
de Abril de 1810 (Anno Domini). En
algún lugar entre Casas Viejas y Conil.
Corrí hacia la entrada seguido de
Delgado mientras Pendlebury descargaba su otra pistola a través del ventanuco.
Fuera, el estampido de los disparos, los gritos y los relinchos de las
cabalgaduras habían convertido aquella plácida mañana en el remedo de la guerra
que atronaba por todo el Continente.

En una esquina del barracón, fuera del
alcance enemigo, García y Delgado recargaron sus armas y calaron las bayonetas;
a mi vez comprobé mis pistolas y en el momento nos dirigimos al meollo del
combate.
Un caballo sin jinete estuvo a punto de
arrollarnos y cuerpos tendidos aquí y allá evidenciaban que los hombres de
García conocían su oficio. Corrimos hacia uno de los carromatos, cuyo tiro
había sido abatido por sendos impactos, con la intención de disponer de un
puesto de tiro a cubierto. En el camino, hacia el pueblo, arreciaba el fuego,
señal de que el cabo Braza y su escuadra habían cerrado la vía de escape del
enemigo y los gritos de Allez, Allez se dejaban oír con apremio.
Estábamos cerca del furgón cuando una
descarga, procedente del mismo, se abatió sobre nosotros. Inmediatamente García
y Delgado pusieron rodilla en tierra y descargaron sus armas pero yo, como me
ocurriera en Talavera, no tuve presencia de ánimo para nada que no fuese quedarme
en pie, allí mismo, con mi casaca roja y mi faja de oficial clamando para que
me cocieran a balazos y olvidando los consejos de mi padre sobre la
predilección de la tropa por abatir a los oficiales.

Por un momento no supe qué era lo que
iba a hacer. Parecía como si un pesado silencio se hubiese abatido sobre aquél
pedazo de tierra española. Inclusive parecía que los caballos que se dirigían
hacia mí fuesen despacio, muy despacio, tanto que hasta podía ver la espuma que
gorgoteaba de su hocico y las nubecillas de vapor de los ollares. Recordé aquél
día, cerca de Lisboa, cuando uno de los hombres de Emil Saiffer cargó contra mí
y lo derribé de un disparo de pistola.
Según me refirió después García, jamás
había visto tanto valor como el que
demostré pero, en honor a la verdad, creo más bien que fue el propio miedo que
me atenazaba, y que había convertido mis piernas en rocas, lo que me impidió
agacharme siquiera y, cual asno que mueve la piedra del molino, por pura
costumbre, alcé mis pistolas y disparé.

-¿Dónde le han enseñado a disparar,
teniente?
Reaccioné a su interpelación mirándole
sin pronunciar palabra, mas su gesto me hizo mirar al frente:
Uno de los caballos relinchaba
penosamente, tendido en el suelo con el codillo de una de sus patas destrozado
por una bala; por otra parte, otro jamelgo olisqueaba el cuerpo de su jinete,
tendido en el suelo y con el casco de bronce y de negra crin partido en dos
limpiamente.