Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León
-Va a saltar el Levante,
míster.
No me sorprendió la expresión de mi cochero pues
llevaba el suficiente tiempo en esta parte del Mundo como para saber lo que
ello significaba.
Pese a que aún no lo había experimentado en toda su
magnitud había oído hablar de lo terrible que resulta este viento en el ánimo
de las gentes de por aquí. No hay cristiano en Cádiz o en La Isla que no
achaque al Levante todos los males
habidos y por haber.
Así, si un hombre ha cortado el cuello de su mujer o de
algún prójimo, es por culpa del Levante; si tal o cual sujeto se ha arrojado a un pozo, ha sido por su influencia; si la
fruta está llena de gusanos es porque éstos buscan refugio del Levante… y así hasta completar un
catálogo digno de figurar en la Enciclopaedia
Britannica.
Y, a pesar de que el día había transcurrido apacible,
las indicaciones del cochero parecían no dejar a dudas ante mi pregunta acerca
de su aseveración:
-Dese cuenta, míster, que se nota el olor a marisma.
Ya había oído antes que ese era uno de las señales de
que el temido viento haría su aparición y, en verdad, un olor pútrido parecía
invadir la totalidad de cuanto me rodeaba.
De este modo, mientras el carruaje circulaba por la
carretera que bajaba hacia el curso del Sancti Petri, lo que empezó como una
brisa que arremolinaba la arena se tornó en un furioso vendaval cuyo rugido
parecía salir del fondo del Averno.
El caballo bufaba irritado por los aguijonazos de la
arena y yo mismo imité al cochero cubriendo la totalidad de mi rostro con un
pañuelo de tal suerte que asemejo a un remedo de Dick Turpin, incluyendo la
casaca encarnada.
Penosamente, y no exagero un ápice, llegamos ante los
centinelas de Gallineras y prestamente penetré en el barracón que hacía las
veces de puesto de mando. Me encontré a Will Pendlebury encolerizado, como si
aquél terrible viento influyera en su ánimo por lo general apacible.
-¿Quién mandó colocar los cestones rellenos de arena en
la posición?
-Fue el mayor Hibbott, señor-respondió un subalterno de
artillería que parecía arrancado del aula de aritmética del Trinity.
-¿Y no sabía el mayor Hibbott que los españoles habían
desaconsejado su empleo por los vientos?-bramó Pendlebury.
Azorado, el subalterno trato de responder.
-Sí, sí señor, pero dijo, el mayor, que no había que
hacer caso de lo que dijeran los españoles.
Pendlebury parecía soliviantado.

En el ínterin hice notar mi presencia con un gesto de
modo que, con voz cansada, dio por concluida la sesión y se dirigió hacia mi
posición.
-Vaya viento. No sé cómo pueden vivir aquí.
-Es bueno para evitar que la humedad se enseñoree de
todo- dije recordando las palabras de Manuel Sánchez sobre los beneficios de
ese viento atroz.
Pendlebury me miró entre huraño y divertido.
-Sí, eso es cierto. De todos modos no me gusta. ¿Has
visto qué desastre? Un mayor idiota se ha empeñado en cubrir los parapetos con
cestones llenos de arena y mira lo que ha pasado.
No hacía falta una gran inteligencia para saber lo que
había ocurrido: el viento había esparcido la arena de los cestones y esta había
llenado las bocas y los oídos de los cañones, e inclusive se había mezclado
parcialmente con pólvora cuyos barriles no estaban lo bastante bien protegidos.
-Si observas las posiciones españolas-añadió Pendlebury
señalando el mapa que colgaba de la pared y que señalaba, con pequeñas
banderas, las baterías a lo largo del Sancti Petri, así como la maraña de caños
y ramales de nombre irreproducible- verás que están todas bordeadas de un
arbusto que aquí llaman chumbera y está cubierto de espinos. Aparte de
proteger, disimula muy bien las piezas.
Asentí mas hube de interrumpirle pues juzgué que era
hora de que me pusiera en camino.
-Pues me parece que no va a hacer falta que vayas a
ninguna parte.
Y, sin más, me indicó que le siguiera.
-Son infantes de marina españoles-dijo Will. Guarnecen
esta parte de las líneas pero no disponemos de intérprete, de momento, y ellos
no hablan apenas inglés excepto uno o dos.
Nada más entrar me topé con un infante, un sargento
según pude distinguir, que se cuadró respetuoso.
-A sus órdenes, mi capitán-dijo en un inglés aceptable
dirigiéndose a Will.
-Descanse, sargento-respondió al tiempo que me
señalaba.
-Este es el teniente Talling.
-Sargento Javier García, a sus órdenes-dijo en español.
Haga el favor de seguirme.
Hice lo que me dijo y me condujo a un pequeño cuarto
que, a su vez, desembocaba en lo que parecía ser el comedor del barracón.
Sentados sobre una mesa, tres hombres miraban hacia donde me encontraba.
-Aunque en nuestro primer, y hasta entonces último
encuentro, no había podido observar bien sus rasgos pude colegir que uno de
ellos era José Galván, El Recio.
Se puso en pie y
se dirigió a mí tendiéndome la mano.
-No le esperaba aquí, dije mientras le cumplimentaba.
En realidad esperaba embarcar en breve.
El Recio lanzó
una risotada.
-¿Con este tiempo? Se habrían ido a pique nada más
salir de Sancti Petri. Hay otras formas de entrar y salir de aquí-añadió
señalando a uno de los hombres que permanecía sentado.
-Paco es un escopetero de la compañía de Sánchez de la
Campa-dijo.
-¿Es alguna milicia local? No lleva uniforme-indiqué.
Galván sonrió de nuevo.

Negué con la cabeza, incrédulo.
-¿Quiere decir que ha conseguido llegar hasta aquí
desde Chiclana a través del campo enemigo?
-Se puede-terció el sargento García. –
Incluso hay embarcaciones capaces de maniobrar por los caños. Solamente es cuestión de saber por donde se pisa.
Incluso hay embarcaciones capaces de maniobrar por los caños. Solamente es cuestión de saber por donde se pisa.
-Un mal paso y se te puede tragar una poceta de
cieno-intervino el tal Paco. Una vez vi como un mulo desaparecía tragado por
una de esas. No quedó nada de él.
Experimenté una sensación de horror al oír aquello y
confié en que mis órdenes no incluyesen tener que internarme en semejante
lugar.
-Bueno-cortó Galván. –Aquí está lo que le prometí,
teniente-agregó mientras me tendía un billete doblado cuidadosamente.
-Espero que sus superiores verán que somos gente de
palabra y que estamos dispuestos a luchar, si ustedes nos dan armas.
Intercambiamos algunas palabras más hasta que Galván dio por concluida
la reunión y se aprestaba, junto a Paco y el hombre que le escoltaba, a
internarse en aquel siniestro dédalo de ciénagas.