Cuatro de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz
Pensé que
iríamos a Los Mártires en busca de Graziella Varese pero los planes de Arliss
eran otros de modo que enfilamos directamente hacia La Aduana.
Instalados
en las estancias destinadas al embajador británico, con Burton y Henderson
custodiando la puerta, Arliss sirvió sendas copas de oporto y atisbó por el
telescopio hacia Matagorda, que continuaba soportando el cañoneo francés.
Casi no me
atreví a preguntar pero pudo más la incertidumbre. Sin apartar la mirada del visor
del instrumento, Arliss respondió pausado como solía.
-Creo que
será mejor no exhibirle demasiado teniente.
-¿A qué se
refiere? ¿Ha dejado de creer en mi inocencia?-respondí más sorprendido que
airado.
Me miró
severamente.
-Me
refiero a esto-dijo mostrando el documento que le entregara el teniente Willis.
–Ahora mismo su sola presencia en esta ciudad podría crear conflictos entre
quienes le creen culpable y quienes no.
Hizo una
pausa que rompí yo de improviso.
-O entre
católicos y protestantes.
Asintió
mientras paladeaba el excelente oporto.
-Es una
manera de verlo. La cuestión es que si esto está circulando tan profusamente
como dicen los amigos de Webb es muy posible que unos y otros cierren filas y
eso, aquí y ahora, sería un desastre.
Era un
temor justificado desde luego. Aunque lejos de Erin, y luchando contra
Napoleón, los odios y rencillas habían viajado con quienes los experimentaban y
aunque se vistiese casaca roja muchos dentro de ella eran furibundos rebeldes a
quienes tanto daría luchar bajo las águilas francesas contra el Rey.
-Y-añadió-no
podemos prescindir de sus servicios aquí. No hasta que haya alguien lo bastante
competente como para sustituirle.
Suspiré
antes de replicar.
-Si lo
dice por lo de mi misión con el Cuerpo de Guías creo que el capitán Pendlebury
constituiría una magnífica alternativa.

Hizo una
pausa antes de hacer sonar una campanilla. De inmediato se presentó un
funcionario que respondía al nombre de Watkins.
-Envíe
recado al embajador y al general Graham. Solicito su presencia aquí tan pronto
como sea posible.
No bien
hubo despachado a Watkins se dirigió a la puerta e hizo pasar a nuestros
guardaespaldas.
-¿A quién
confía un católico sus pecados más terribles?
Dudé un
instante pensando que era una especie de acertijo.
-A un
sacerdote-respondí al fin.
-¿Y quién
conoce los secretos más recónditos de los hombres de una compañía?
-Un sargento-repliqué
raudo esta vez.
Se volvió y
me miró sonriente.
-El 87
tiene capellán según creo. ¿Le conoce usted bien?
Asentí
pensando en el borrachín de Fennesy.
-¿Y algún
sargento de su confianza?
Cerré los
ojos mientras rememoraba cómo “Red” Redding me había salvado la vida en
Talavera.
-Reginald
Redding, de la compañía ligera. Y el páter
es Eustace Fennessy.
-Creo que
sería interesante su concurso en este asunto, ¿no cree, teniente? –dijo después
de ordenar a Burton y Henderson que fueran a buscarles.
-¿Pretende
que le digan quiénes son rebeldes?-pregunté espoleado por la sorpresa.
-Algo parecido,
sí. Quienquiera que sea que ha organizado esto lo ha hecho a conciencia. No
podemos dejar cabos sueltos.
Iba a
apostillar que nunca le sacaría nada a un sacerdote que hubiese recibido
información bajo secreto de confesión pero me interrumpió agitando el documento
que me acusaba.
-Ahora
debemos averiguar dónde se ha impreso este libelo. Con eso sabremos quién lo
encargó.
Hizo sonar
la campanilla y Watkins se presentó con presteza.
-Diga a la
señorita Villegas que pase, por favor.
Watkins se
mostró impasible.
-La
señorita Villegas no se encuentra aquí, señor Arliss. Hace dos días que no se
presenta, señor.