Cuatro
de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz
-¿Dos días ausente?-exclamó Arliss. –No es propio de
ella. Debe estar indispuesta pero igualmente la necesitamos.
Miró seguidamente a Burton y a Henderson antes de
emitir sus órdenes:
-Mande a buscarla a su casa, Watkins, necesitamos que
confeccione un inventario de todos los talleres de imprenta de la ciudad, y
también de la Isla: Periódicos, gremios, hermandades religiosas, logias, casas
de comercio… Todo.
-¿Y si procede de algún particular?-aventuré mientras
trataba de imaginarme cuántas de tales industrias podía haber en la zona.
-Eso no podemos saberlo por el momento, pero no podemos
dejar al azar nada que podamos comprobar por nosotros mismos.
Tomó asiento y
garabateó algo sobre una hoja de papel.
-Ustedes-agregó dirigiéndose a los mudos encargados de
mi protección-vayan a las Puertas de Tierra y hagan venir al sargento Redding y
al capellán Fennessy. Esto es una orden que les faculta para que sean liberados
de sus obligaciones.
Burton y Henderson asintieron en silencio y se
marcharon raudamente. Al quedarnos solos Arliss pareció concentrarse en sus
pensamientos.

Me miró entre indiferente y aburrido.
-Sigue siendo un oficial del Rey sujeto a la disciplina
militar. En todo caso obedecerá las órdenes que reciba.
-Pues le recuerdo que llevo varios días sin hacer nada
provechoso y no he recibido ninguna orden digna de tal nombre-respondí hastiado
de tanta complacencia.
Arliss esbozó una sonrisa.
-Si no considera la salvaguardia de su reputación y de
su vida como algo provechoso…
-¡No me refería a eso, por Dios!-grité.-Hablo de la
guerra, del Cuerpo de Guías, del 87… Usted mismo ha dicho que no pueden
sustituirme.
-Tranquilícese, teniente-replicó con su habitual
parsimonia que, lo confieso, era capaz de desarmar la más férrea de las
determinaciones. –Y no se preocupe demasiado: la guerra durará mucho más que
sus presentes cuitas.
Aún hubo de pasar más de una hora antes de que se
produjese alguna novedad. En el ínterin Arliss había ordenado que nos sirviesen
un refrigerio, que devoré con fruición pues habíamos caminado bastante. No bien
hube apurado el vino cuando Watkins anunció que el sargento Redding y el páter Fennessy aguardaban.
Arliss ordenó que hicieran pasar primero al capellán.
Éste, nada más verme, se echó a mis brazos afirmando que estaba seguro de que
yo no había hecho nada de lo que pudiera avergonzarme, cosa que viniendo de él
igual podía significar que creía en mi inocencia o que había dado buena cuenta
de un protestante.
Nada más oír el capellán si tenía constancia de que
alguien hubiese dado muerte al mayor Webb pareció poseído por todos los
demonios del Averno.
-¿Qué quiere decir, señor?-gritó a Arliss que masticaba
un panecillo indiferente al estallido de ira del sacerdote. -¿Es que no sabe lo
que es el secreto de confesión? Sepa, señor, que quien descarga su alma no lo
hace ante mí, simple mortal, sino ante Dios Todopoderoso… ¿Quién soy yo para
traicionar semejante responsabilidad?
-Cálmese, reverendo-respondió Arliss. –Pero convendrá
conmigo en que debemos hacer cuanto podamos para demostrar la inocencia del
teniente Talling.
Fennessy me miró y las lágrimas brotaron de sus ojos.
-Solamente Dios sabe que daría mi vida por cualquiera
de mis hermanos, pero no puedo violar el secreto de confesión.
Asentí y Arliss añadió.
-Gracias, reverendo, ya se lo quería saber.
Fennessy nos miró de hito en hito
-Es fácil-apuntó Arliss. –De haber sabido algo su reacción
hubiese sido menos airada, máxime teniendo en cuenta que la vida del teniente
está en juego. No se hubiese dejado llevar por la ira y, por el contrario, se
habría mostrado acaso más cauteloso.
Acompañó al atribulado capellán a una butaca y le sirvió
una copa de brandy, luego me hizo una seña para que lo siguiera.

Tan pronto aparecimos ante él, “Red” Redding se cuadró.
Su ojo izquierdo estaba hinchado, igual que el labio inferior, lo que
evidenciaba una reciente trifulca.
-¿Le ha pegado alguien, sargento?-quiso saber Arliss
mientras aparentaba un genuino interés.
-No, señor. He intercambiado opiniones con un sargento
del 88. Arliss replicó de inmediato.
-¿Qué clase de opiniones, sargento?
-Solicito permiso para no responder, señor-contestó
lacónico.
-Permiso denegado. Responda a la pregunta.
Miró a Arliss y luego a mí antes de hablar.
-Nadie tiene derecho a acusar a un hombre que no puede
defenderse.
-Sobre todo si a quien acusan es a su teniente y quien
lo hace es un prod[1],
¿no es cierto?-apostilló Arliss con gravedad.
-Es una sucia mentira lo que dicen del teniente, señor.
Estoy tan seguro de ello como de que hay Dios, señor.
Asentí en silencio agradeciendo sus palabras mas Arliss
se mostró preocupado.
-¿Ha habido otros “intercambios de opinión”?
Redding asintió y Arliss y yo intercambiamos una
mirada.
-¿Qué está pensando?-inquirí con un punto de inquietud.
Antes de que pudiese responder aparecieron el general
Stewart y sus ayudantes de campo, acompañados de Will Pendlebury.
-Arliss-tronó. –Por fin aparece usted y ya veo que está
usted aquí también-añadió señalándome. -¿Sabe que por su culpa tenemos a dos
batallones de buenos soldados convertidos en camorristas de taberna?
Intenté responder pero Arliss me detuvo. El general
prosiguió.
-Han llegado órdenes para usted, y tal y como están las
cosas es lo mejor para todos.
Experimenté un tremendo regocijo que hube de disimular
lo mejor que pude.
-Pero no podemos dejarle aquí-continuó mientras
examinaba con desaprobación a Redding. –Su sola presencia es garantía de
desórdenes. Voy a enviarle bajo custodia de los españoles al fuerte de Santa
Catalina.
-Perdone, señoría, con su permiso, señoría-esta vez fue
la modulada voz de Pendlebury la que se dejó oír.
Stewart le indicó por gestos que continuase.
-Teniendo en cuenta sus deberes y la situación actual
creo, señoría, que sería mejor sacarle de Cádiz y trasladarle a la Isla.
-¿A la Isla? También tenemos tropas allí, mayor.
Corremos el mismo riesgo.
-No si le llevamos al lugar adecuado, señoría-replicó Will con seguridad.