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jueves, 7 de febrero de 2013

LIBRO II "ERIN GO BRAGH". Capítulo III (V)



Cuatro de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz

-¿Dos días ausente?-exclamó Arliss. –No es propio de ella. Debe estar indispuesta pero igualmente la necesitamos.

Miró seguidamente a Burton y a Henderson antes de emitir sus órdenes:

-Mande a buscarla a su casa, Watkins, necesitamos que confeccione un inventario de todos los talleres de imprenta de la ciudad, y también de la Isla: Periódicos, gremios, hermandades religiosas, logias, casas de comercio… Todo.

-¿Y si procede de algún particular?-aventuré mientras trataba de imaginarme cuántas de tales industrias podía haber en la zona.

-Eso no podemos saberlo por el momento, pero no podemos dejar al azar nada que podamos comprobar por nosotros mismos.

Tomó asiento y garabateó algo sobre una hoja de papel.

-Ustedes-agregó dirigiéndose a los mudos encargados de mi protección-vayan a las Puertas de Tierra y hagan venir al sargento Redding y al capellán Fennessy. Esto es una orden que les faculta para que sean liberados de sus obligaciones.

Burton y Henderson asintieron en silencio y se marcharon raudamente. Al quedarnos solos Arliss pareció concentrarse en sus pensamientos.

-¿Puedo saber qué va a hacerse de mí?-pregunté pues me devoraba la angustia ante la perspectiva de pasarme más tiempo bajo custodia o tras los muros de la embajada.

Me miró entre indiferente y aburrido.

-Sigue siendo un oficial del Rey sujeto a la disciplina militar. En todo caso obedecerá las órdenes que reciba.

-Pues le recuerdo que llevo varios días sin hacer nada provechoso y no he recibido ninguna orden digna de tal nombre-respondí hastiado de tanta complacencia.

Arliss esbozó una sonrisa.

-Si no considera la salvaguardia de su reputación y de su vida como algo provechoso…

-¡No me refería a eso, por Dios!-grité.-Hablo de la guerra, del Cuerpo de Guías, del 87… Usted mismo ha dicho que no pueden sustituirme.

-Tranquilícese, teniente-replicó con su habitual parsimonia que, lo confieso, era capaz de desarmar la más férrea de las determinaciones. –Y no se preocupe demasiado: la guerra durará mucho más que sus presentes cuitas.

Aún hubo de pasar más de una hora antes de que se produjese alguna novedad. En el ínterin Arliss había ordenado que nos sirviesen un refrigerio, que devoré con fruición pues habíamos caminado bastante. No bien hube apurado el vino cuando Watkins anunció que el sargento Redding y el páter Fennessy aguardaban.

Arliss ordenó que hicieran pasar primero al capellán. Éste, nada más verme, se echó a mis brazos afirmando que estaba seguro de que yo no había hecho nada de lo que pudiera avergonzarme, cosa que viniendo de él igual podía significar que creía en mi inocencia o que había dado buena cuenta de un protestante.

Nada más oír el capellán si tenía constancia de que alguien hubiese dado muerte al mayor Webb pareció poseído por todos los demonios del Averno.

-¿Qué quiere decir, señor?-gritó a Arliss que masticaba un panecillo indiferente al estallido de ira del sacerdote. -¿Es que no sabe lo que es el secreto de confesión? Sepa, señor, que quien descarga su alma no lo hace ante mí, simple mortal, sino ante Dios Todopoderoso… ¿Quién soy yo para traicionar semejante responsabilidad?

-Cálmese, reverendo-respondió Arliss. –Pero convendrá conmigo en que debemos hacer cuanto podamos para demostrar la inocencia del teniente Talling.

Fennessy me miró y las lágrimas brotaron de sus ojos.

-Solamente Dios sabe que daría mi vida por cualquiera de mis hermanos, pero no puedo violar el secreto de confesión.

Asentí y Arliss añadió.

-Gracias, reverendo, ya se lo quería saber.

Fennessy nos miró de hito en hito

-Es fácil-apuntó Arliss. –De haber sabido algo su reacción hubiese sido menos airada, máxime teniendo en cuenta que la vida del teniente está en juego. No se hubiese dejado llevar por la ira y, por el contrario, se habría mostrado acaso más cauteloso.

Acompañó al atribulado capellán a una butaca y le sirvió una copa de brandy, luego me hizo una seña para que lo siguiera.

-Hablaremos con el sargento Redding fuera de la estancia. Es mejor dejar que el páter se tranquilice.

Tan pronto aparecimos ante él, “Red” Redding se cuadró. Su ojo izquierdo estaba hinchado, igual que el labio inferior, lo que evidenciaba una reciente trifulca.

-¿Le ha pegado alguien, sargento?-quiso saber Arliss mientras aparentaba un genuino interés.

-No, señor. He intercambiado opiniones con un sargento del 88.  Arliss replicó de inmediato.

-¿Qué clase de opiniones, sargento?

-Solicito permiso para no responder, señor-contestó lacónico.

-Permiso denegado. Responda a la pregunta.

Miró a Arliss y luego a mí antes de hablar.

-Nadie tiene derecho a acusar a un hombre que no puede defenderse.

-Sobre todo si a quien acusan es a su teniente y quien lo hace es un  prod[1], ¿no es cierto?-apostilló Arliss con gravedad.

-Es una sucia mentira lo que dicen del teniente, señor. Estoy tan seguro de ello como de que hay Dios, señor.

Asentí en silencio agradeciendo sus palabras mas Arliss se mostró preocupado.

-¿Ha habido otros “intercambios de opinión”?

Redding asintió y Arliss y yo intercambiamos una mirada.

-Era lo que me estaba temiendo-dijo al fin. –Tenemos que hacer algo y deprisa.

-¿Qué está pensando?-inquirí con un punto de inquietud.

Antes de que pudiese responder aparecieron el general Stewart y sus ayudantes de campo, acompañados de Will Pendlebury.

-Arliss-tronó. –Por fin aparece usted y ya veo que está usted aquí también-añadió señalándome. -¿Sabe que por su culpa tenemos a dos batallones de buenos soldados convertidos en camorristas de taberna?

Intenté responder pero Arliss me detuvo. El general prosiguió.

-Han llegado órdenes para usted, y tal y como están las cosas es lo mejor para todos.

Experimenté un tremendo regocijo que hube de disimular lo mejor que pude.

-Pero no podemos dejarle aquí-continuó mientras examinaba con desaprobación a Redding. –Su sola presencia es garantía de desórdenes. Voy a enviarle bajo custodia de los españoles al fuerte de Santa Catalina.

-Perdone, señoría, con su permiso, señoría-esta vez fue la modulada voz de Pendlebury la que se dejó oír.

Stewart le indicó por gestos que continuase.

-Teniendo en cuenta sus deberes y la situación actual creo, señoría, que sería mejor sacarle de Cádiz y trasladarle a la Isla.

-¿A la Isla? También tenemos tropas allí, mayor. Corremos el mismo riesgo.

-No si le llevamos al lugar adecuado, señoría-replicó Will con seguridad.







[1] Término despectivo empleado por los irlandeses católicos contra sus paisanos protestantes

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