Diecisiete de Marzo de
1810. (Anno Domini). Cádiz
Finalizado el desfile, los
oficiales libres de servicio (que tal era mi caso) obtuvieron licencia para el
resto del día.
Me uní a Tarín, a George
Quinn (de la segunda compañía) y a Carlos Oleary, del regimiento español Irlanda, a quien acompañaba otro oficial
llamado Santiago Jones, y marchamos a comer a un lugar llamado Mesón del Bizco
Manolo, en la calle del Ángel, en el barrio que aquí llaman “de la Viña”. Como
estaba al otro lado de la ciudad hubimos de recorrer las calles, pagados de
nosotros mismos y levantando murmullos de admiración entre las damas.
La comida fue pródiga y la
prolongamos durante varias horas. Los brindis se sucedieron y pronto empezamos
a rememorar nuestras historias de guerra por más que pareciéramos niños jugando
a abuelos pues, era obvio, éramos todos demasiado jóvenes como para parecer
veteranos.
Con todo, hubo mucho que
contar por todas las partes y, sin pretender arrogarme más importancia de la
que merezco, mi relato de los hechos a bordo del Portobelho acapararon gran interés, trocado en más vino pues todos
quisieron brindar por la memoria del valeroso guardiamarina Howard Partridge.
Y
otro tanto hubo de suceder con tantos otros camaradas caídos por la parte de
los demás comensales, especialmente sentida por mí fue la noticia de que el
teniente Patricio Jara, uno de mis amables anfitriones junto a Oleary, había
muerto de pulmonía el pasado diciembre en la Isla de León. Una muerte sin
gloria, como tantísimas otras en esta y en todas las guerras.
Era ya tarde y oscurecía
cuando salimos del mesón. Nunca había bebido tanto, pero la abundancia de
comida y la euforia que aún me dominaba a causa del desfile me mantenían lo
bastante sereno. Oleary propuso entones acudir a un establecimiento por él
conocido donde podíamos dar un glorioso final al día de nuestro santo patrón.
Nunca pude imaginar que la
casa que se encontraba en la calle del Teniente iba a depararme sorpresas tan
placenteras como las que me aguardaban. Resultó que el lugar era un burdel,
aunque el nombre de Casa de Señoritas fuese acaso más adecuado pues el derroche
de lujo y de belleza que allí se congregaba parecía no casar con el vulgar
nombre de los locales de esa condición.
Para cuando entramos
pudimos advertir una desmesurada concentración de oficiales españoles,
británicos y portugueses luciendo uniformes y entorchados de la Armada y de
regimientos varios de caballería, artillería e infantería. Un verdadero regalo
si los franceses nos hubieran sorprendido allí, con los pantalones bajados
pero, eso sí, rodeados de hermosas huríes.
Hermosas era, desde luego,
un término caritativo pues en mi vida había contemplado rostros ni figuras tan
perfectas como aquella noche. Parecía como si cada una de las pupilas que
pasaban por entre los divanes o iban del brazo de tal o cual caballero hubiese
escapado de un lienzo de Rafael o del martillo y el escoplo de Miguel Ángel. No
me sorprendió, pues, encontrarme allí con el general Stewart quien,
cortésmente, se retiró un momento del abrazo de la muchacha que tomaba por el
talle para dedicarme una leve inclinación de cabeza. No hubo un instante para
intercambiar nada más pues, receptivo a los requiebros de la bella, volvió a
dedicarle sus atenciones.

Sin comprender muy bien lo
que ocurría giré mis talones para encontrarme frente a frente con una mujer de
aspecto distinguido que me miraba fijamente. Era rubia y movía lánguidamente un
abanico de plumas de avestruz. Aunque era dama de cierta edad conservaba una
digna belleza, realzada por un porte ciertamente elevado.
Me tendió una mano, que
besé galantemente. Sonrió mientras me miraba y, seguidamente, me indicó que la
siguiera a una pieza decorada con suntuosidad.
Nunca había estado con una
mujer, a excepción de algún escarceo con alguna moza de Lismachugh, pero creo
que me porté con la debida dignidad pues la dama, que resultó ser Doña Violante
de Espinosa, dueña y regidora del local donde me hallaba, y que parecía haberse
tomado un particular interés por mí, quedó complacida casi tanto como yo.
No creo que sea deshonesto
escribir aquí lo que experimenté, toda vez que Doña Violante es mujer del
oficio y porque mi propina, aunque
generosa, fue rechazada en aras a que era un “servicio patriótico” a nuestra
gran aliada Inglaterra.
Ignoro qué es lo que vio
en mí mas antes de que me diera cuenta su vestido había caído lánguidamente al
suelo mientras era despojado de mi casaca y sentía la dulce calidez de su
aliento en mi piel.
Sus jadeos pronto se
confundieron con los míos y rodamos abrazados amándonos intensamente. Me sentía
ávido de su carne y de sus caricias, que administraba con generosidad y con
mano experta mientras mis manos se aferraban a su talle apretándola hacia mí
con lujuriosa avaricia.

-Bello hijo de Marte-me
susurraba con dulzura acaso pensando que no la entendía mas, con algo de
socarronería, le respondí con un “hermosa Venus” que la hizo caer entre mis
brazos para volver a dar rienda suelta a nuestros deseos.
Era tarde cuando salí del suntuoso cuarto de
Doña Violante. Mientras terminaba de ajustar el sable en el tahalí acerté a
preguntarle.
-¿Por qué yo?
Ella sonrió alabando el
modo en que hablaba el español. Se levantó y me besó dulcemente al tiempo que
me susurraba.
-Porque es mi privilegio y
porque me has gustado, querido niño…
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