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sábado, 11 de febrero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo VIII (II)



Diecisiete de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Nunca había tomado parte en un desfile pero no puedo decir que no haya disfrutado en grado sumo.

Más aún, imagino que el alborozo que aquél me produjo se vio acrecentado cuando, disponiéndome a formar a mi destacamento en su puesto, una voz familiar me hizo girar la cabeza.

Sonriente, como acostumbra, y sosteniendo un cigarro entre los dientes, el ayudante de cirujano Rafael Tarín, hijo de la villa de Xerez de la Frontera, ciudadano americano y el más peculiar galeno que haya servido jamás en las tropas del Rey se lanzó sobre mí en uno de esos abrazos tan prolongados y efusivos a que son dadas las gentes de esta parte del Mundo.

Dijo que, como no podía ser de otro modo, daba gracias a Dios porque estuviera vivo y de nuevo en mi puesto. Añadió, asimismo, que la noticia de mi regreso la había recibido en compañía del capitán Edwards quien, igualmente, manifestó su alegría por tal circunstancia y conminó (a Tarín) a expresarme sus mejores deseos así como la certeza de que hoy, día festivo para todos los irlandeses, estaría en Cádiz para saludarme personalmente.

Alegre por haberme reencontrado con Tarín, y por la perspectiva de volver ver a mi capitán, ocupé mi lugar al frente del destacamento. No puedo ocultar que me ha confortado sobremanera tener a mi lado al sargento Redding y a varios de los hombres con los que me batí, codo con codo, en Talavera pues los demás son hombres reincorporados después de la campaña que se hallaban, en aquellos momentos, hospitalizados en Lisboa.

Para la solemne ocasión, los soldados que participaban en el desfile se habían adecentado todo cuanto sus maltrechos uniformes se lo permitían. Los oficiales lucían sus mejores atavíos por lo que mi inmaculada casaca nueva no desmereció un ápice.

Una banda de gaiteros de los Camerons añadiría el peculiar son de sus instrumentos y también la presencia de uniformes azul turquí con pechera amarilla me devolvió a la memoria un episodio acaecido hacía ya varios meses durante la retirada desde Talavera. Eran los colores del regimiento Irlanda y casi me pareció percibir el olor del pan tostado y el sabor de éste barnizado de aceite…

-¡Santo Dios del Cielo!

La voz sonó como un trueno y me giré para encontrarme con un gigantesco y rubicundo sujeto que me resultó familiar casi de inmediato.

-Soy Carlos Oleary-gritó mientras me abrazaba. –Oleary, del regimiento Irlanda…nos conocimos en la retirada de Talavera.

Fue una sorpresa desde luego mas era hora de iniciar el desfile, y no había ocasión para departir, de modo que acordamos reunirnos acabado el mismo.
Aunque ya había marchado por las calles de las villas extremeñas que crucé en mi camino a Talavera, nunca había experimentado lo que hoy en estas calles, en esta ciudad asediada:

Los paisanos atestaban las aceras aclamándonos: hombres, mujeres, niños…Sin distinción de casta o de haberes, la gente de Cádiz estaba en la calle viéndonos desfilar. Las gaitas desgranaban Scotland The Brave de un modo que me hizo estremecer, casi tanto como oír después a nuestra banda atacar con brío Garry Owen. Hasta el borrachín de Fennessy, luciendo una impoluta sotana y sobrio como jamás le había visto, parecía tan digno y solemne como habría de ser el mismísimo Papa de Roma.

Marchamos en paralelo a las murallas que cierran la ciudad por el sur para, seguidamente, enfilar por San Juan de Dios en dirección a la plaza del mismo nombre. Los vítores restallaban en mis oídos llenándome tanto de entusiasmo como de una extraña sensación, casi de ebriedad, que es lo que mi padre llama “la Gloria”.

 Eso era la Gloria-pensé. Eso es el laurel de los vencedores-me dije mientras no podía evitar contemplar los rostros de mujer, verdaderamente hermosos, que poblaban las aceras y los balcones. Era cierto lo que había oído decir sobre las mujeres de esta parte del Mundo pues no recordaba haber contemplado tal derroche de belleza antes: ni en Lisboa, ni durante la marcha a Talavera, ni en Nueva Orleans excepto, quizás, en mi fugaz estancia en La Habana. 

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