Diecisiete de Marzo de
1810 (Anno Domini). Cádiz
Nunca había tomado parte
en un desfile pero no puedo decir que no haya disfrutado en grado sumo.
Más aún, imagino que el
alborozo que aquél me produjo se vio acrecentado cuando, disponiéndome a formar
a mi destacamento en su puesto, una voz familiar me hizo girar la cabeza.
Sonriente, como
acostumbra, y sosteniendo un cigarro entre los dientes, el ayudante de cirujano
Rafael Tarín, hijo de la villa de Xerez de la Frontera, ciudadano americano y
el más peculiar galeno que haya servido jamás en las tropas del Rey se lanzó
sobre mí en uno de esos abrazos tan prolongados y efusivos a que son dadas las
gentes de esta parte del Mundo.
Dijo que, como no podía
ser de otro modo, daba gracias a Dios porque estuviera vivo y de nuevo en mi
puesto. Añadió, asimismo, que la noticia de mi regreso la había recibido en
compañía del capitán Edwards quien, igualmente, manifestó su alegría por tal
circunstancia y conminó (a Tarín) a expresarme sus mejores deseos así como la
certeza de que hoy, día festivo para todos los irlandeses, estaría en Cádiz
para saludarme personalmente.
Alegre por haberme
reencontrado con Tarín, y por la perspectiva de volver ver a mi capitán, ocupé
mi lugar al frente del destacamento. No puedo ocultar que me ha confortado
sobremanera tener a mi lado al sargento Redding y a varios de los hombres con
los que me batí, codo con codo, en Talavera pues los demás son hombres
reincorporados después de la campaña que se hallaban, en aquellos momentos,
hospitalizados en Lisboa.
Para la solemne ocasión,
los soldados que participaban en el desfile se habían adecentado todo cuanto
sus maltrechos uniformes se lo permitían. Los oficiales lucían sus mejores
atavíos por lo que mi inmaculada casaca nueva no desmereció un ápice.

-¡Santo Dios del Cielo!
La voz sonó como un trueno
y me giré para encontrarme con un gigantesco y rubicundo sujeto que me resultó
familiar casi de inmediato.

Fue una sorpresa desde
luego mas era hora de iniciar el desfile, y no había ocasión para departir, de
modo que acordamos reunirnos acabado el mismo.
Aunque ya había marchado
por las calles de las villas extremeñas que crucé en mi camino a Talavera,
nunca había experimentado lo que hoy en estas calles, en esta ciudad asediada:
Los paisanos atestaban las
aceras aclamándonos: hombres, mujeres, niños…Sin distinción de casta o de
haberes, la gente de Cádiz estaba en la calle viéndonos desfilar. Las gaitas
desgranaban Scotland The Brave de un
modo que me hizo estremecer, casi tanto como oír después a nuestra banda atacar
con brío Garry Owen. Hasta el
borrachín de Fennessy, luciendo una impoluta sotana y sobrio como jamás le
había visto, parecía tan digno y solemne como habría de ser el mismísimo Papa
de Roma.
Marchamos en paralelo a
las murallas que cierran la ciudad por el sur para, seguidamente, enfilar por San
Juan de Dios en dirección a la plaza del mismo nombre. Los vítores restallaban
en mis oídos llenándome tanto de entusiasmo como de una extraña sensación, casi
de ebriedad, que es lo que mi padre llama “la Gloria”.
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