Veintiséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz
La travesía no había de
ser demasiado larga mas, en orden a evitar la presencia de embarcaciones
guardacostas, el Pigeon enfiló mar adentro para, al cabo de un rato, modificar
el rumbo y arrumbar a la costa. Ello me dio oportunidad de hablar con
Pendlebury sin las restricciones que nos imponía la precaución en el descenso
por el Sancti Petri.
Natural de Colchester (Essex), su deseo cuando estudió las
ciencias propias de su oficio era desempeñarse en la Honorable Compañía de las
Indias Orientales pero ante la situación de
guerra y la necesidad de oficiales expertos no dudó en acudir al
servicio del Rey. Su padre, Lord Pendlebury, desembolsó lo necesario para
adquirir una oficialía aunque la ya mencionada necesidad de ingenieros le valió
los galones de capitán y una comisión de servicio en Portugal.
Una vez más había de verme
a bordo de un barco y me pregunté si no había errado mis pasos y hubiera sido
más provechoso seguir los pasos de Patrick en la Infantería de Marina.

Entretanto, sobre cubierta
iba apilándose la mercadería que sería cargada en la lancha. Si esperaba que fueran
a desembarcarse cajas de mosquetes, como las que transportaba el Portobelho con destino a los salvajes
del Casamance pronto hube de quedar decepcionado: varios barriletes de pólvora
y otros de munición y de pedernales eran la carga que habríamos de entregar a
los guerrilleros.

La maniobra hacia la costa, ayudados por el oleaje, fue relativamente rápida. El silencio, solamente quebrado por el rumor de las olas al romper, era absoluto por lo que cuando la quilla de la lancha topó contra la arena, el golpe se asemejó a un trueno.
A la débil luz de una linterna sorda me encontré frente a dos hombres: uno, el que sostenía la linterna era alto y delgado y se cubría la cabeza con un pañuelo, el otro era más bajo, robusto de aspecto, de rostro severo y bastante directo pues sus primeras palabras al tenernos enfrente fueron:
-¿Dónde está Drummond?
Confieso que la pregunta me sorprendió pues no sabía quién era el tal Drummond. Mi gesto de desconcierto le irritó pues su diestra se posó indisimuladamente sobre la navaja que llevaba embutida en la faja.
Bell, que había oído la
pregunta aunque no entendiera su sentido, me hizo saber que Drummond era el
oficial naval, convaleciente ahora de una fractura en una pierna, que había
trabado contacto anteriormente con los guerrilleros.
Al traducirlo que Bell me
había dicho me pareció que los duros rasgos se relajaron algo, por más que la
débil luz de la linterna apenas si permitiera distinguirlos.
-¿Qué traen?-preguntó súbitamente.
Cuando le respondí mostró evidente disgusto y manifestó que necesitaba más armas ya que tenía bastantes hombres dispuestos. Asimismo, dijo que nos encontraríamos dentro de cinco días para informarnos sobre las tropas francesas presentes en la zona. Respondí que transmitiría sus palabras y que insistiría en su petición de más pertrechos.

Acabada la operación regresamos a la lancha, me retiraba ya cuando mi interlocutor me tendió la mano:
-¿Cuál es su nombre?-dijo mirándome a los ojos.
Le respondí y antes de que hiciera yo lo propio dijo, mientras me estrechaba la mano con fuerza:
-José Galván, me llaman el Recio.
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