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jueves, 26 de abril de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XIV (I)



Veintisiete de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Un día intenso finaliza conforme escribo estas líneas.

Aún estaba rememorando mi reciente encuentro con el guerrillero conocido como El Recio cuando llegó un ordenanza con instrucciones de que me presentara ante Sir Henry.

No bien arribamos a la embajada cuando me tropecé con Arliss y con Will Pendlebury quienes me instaron a acompañarles. Quise preguntar a qué se debía tanta premura pero no hubo lugar a tal pues al punto llegamos al salón de audiencias donde se encontraban el embajador, el general Stewart y otro alto jefe que me fue presentado como el teniente general Thomas Graham, nuevo comandante de la guarnición anglo- portuguesa de Cádiz.

Confieso que me abrumó la glosa que de mi breve carrera dedicara Sir Henry a nuestro ilustre visitante. Mas no fue nada comparado con los halagos que recibí del propio general Graham, impresionado al parecer por el relato de mis correrías entre los negreros en la costa de África.

Tan pronto tuve ocasión inquirí a Arliss sobre mi presencia allí pues, a fin de cuentas, un simple teniente no merece la atención del nuevo comandante en jefe.

-Es cierto-respondió Arliss divertido.

 -Pero, casualmente, este simple teniente pertenece al Cuerpo de Guías y, al parecer, es el único contacto que tenemos con los guerrilleros españoles de esta parte del país-apostilló señalándome con un panecillo a medio consumir.

Casi no quise preguntar, pero no pude evitar hacerlo, sobre los planes que había respecto a los guerrilleros y mi modesta persona, obviando el hecho de que dentro de cuatro días había de volver a encontrarme con el Recio. mas Arliss, que evidentemente adivinaba mi impaciencia, se anticipó.

-Muy pronto. Incluso es posible que haya de tratarse de una operación compleja, lo que equivaldrá a una estancia prolongada en zona enemiga.

Asentí en silencio sin atreverme siquiera a suspirar. Casi en el acto, Sir Henry apareció ofreciéndome una copa de ese vino que aquí llaman Fino.

-El general Graham está muy impresionado con su historial, teniente-me dijo con evidente satisfacción.

Agradecí la lisonja e iba a responder que no veía tanto motivo cuando la réplica me dejó sin palabras.

-Por cierto, me ha pedido que le ruegue asista a la recepción que ofrecerá esta noche con motivo de la toma de mando. Será en el edificio de la Aduana.

Vacié la copa de un solo trago pues, desde luego, nunca hubiese imaginado nada semejante.

-Será un honor, Sir Henry-dije con toda la convicción de que fui capaz pues no me seducía un aburrido evento rodeado de políticos y chupatintas, por más que hubiese mujeres hermosas de por medio; no desde que mi breve encuentro con aquél guerrillero en las playas de Chiclana.

Miré de soslayo a Arliss quien, tras dar cuenta de su panecillo, me miró y se encogió de hombros.

-Resígnese, teniente-dijo.-A veces las batallas más decisivas se ganan en torno a una mesa.

domingo, 15 de abril de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XIII (II)



Veintiséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz



La travesía no había de ser demasiado larga mas, en orden a evitar la presencia de embarcaciones guardacostas, el Pigeon enfiló mar adentro para, al cabo de un rato, modificar el rumbo y arrumbar a la costa. Ello me dio oportunidad de hablar con Pendlebury sin las restricciones que nos imponía la precaución en el descenso por el Sancti Petri. 

Natural de Colchester (Essex), su deseo cuando estudió las ciencias propias de su oficio era desempeñarse en la Honorable Compañía de las Indias Orientales pero ante la situación de  guerra y la necesidad de oficiales expertos no dudó en acudir al servicio del Rey. Su padre, Lord Pendlebury, desembolsó lo necesario para adquirir una oficialía aunque la ya mencionada necesidad de ingenieros le valió los galones de capitán y una comisión de servicio en Portugal.

Una vez más había de verme a bordo de un barco y me pregunté si no había errado mis pasos y hubiera sido más provechoso seguir los pasos de Patrick en la Infantería de Marina.

Era noche cerrada cuando subimos al puente. Allí se encontraba el capitán Poole junto a otros dos oficiales: el primer oficial, teniente Peter Clarke, y el guardiamarina Philip Bell. En la lejanía podían divisarse las luces de la Torre Bermeja, a un lado, y las más distantes de la Torre de la Barrosa. Ambas eran puestos de vigilancia de la costa pero el trozo de costa que quedaba entre ambas era lo bastante amplio como para desembarcar en ella sin temor a ser vistos. Además, los serviolas estaban ojo avizor a las señales que, desde la playa, nos harían saber que podíamos acercarnos.




Entretanto, sobre cubierta iba apilándose la mercadería que sería cargada en la lancha. Si esperaba que fueran a desembarcarse cajas de mosquetes, como las que transportaba el Portobelho con destino a los salvajes del Casamance pronto hube de quedar decepcionado: varios barriletes de pólvora y otros de munición y de pedernales eran la carga que habríamos de entregar a los guerrilleros.

Un hombre descendió silenciosamente por los obenques para informar de que habían avistado las luces que formaban la señal convenida. Inmediatamente Poole ordenó responder con una señal que, a su vez, habría de ser respondida correctamente. Cuando quedó establecido que, efectivamente, se trataba de nuestro contacto, se aprestó una lancha que, además de Pendlebury, el guardiamarina Bell y yo mismo, ocuparían cinco marineros y nuestra carga.


La maniobra hacia la costa, ayudados por el oleaje, fue relativamente rápida. El silencio, solamente quebrado por el rumor de las olas al romper, era absoluto por lo que cuando la quilla de la lancha topó contra la arena, el golpe se asemejó a un trueno.  


A la débil luz de una linterna sorda me encontré frente a dos hombres: uno, el que sostenía la linterna era alto y delgado y se cubría la cabeza con un pañuelo, el otro era más bajo, robusto de aspecto, de rostro severo y bastante directo pues sus primeras palabras al tenernos enfrente fueron:


-¿Dónde está Drummond?


Confieso que la pregunta me sorprendió pues no sabía quién era el tal Drummond. Mi gesto de desconcierto le irritó pues su diestra se posó indisimuladamente sobre la navaja que llevaba embutida en la faja.
Bell, que había oído la pregunta aunque no entendiera su sentido, me hizo saber que Drummond era el oficial naval, convaleciente ahora de una fractura en una pierna, que había trabado contacto anteriormente con los guerrilleros.
Al traducirlo que Bell me había dicho me pareció que los duros rasgos se relajaron algo, por más que la débil luz de la linterna apenas si permitiera distinguirlos.


-¿Qué traen?-preguntó súbitamente.


Cuando le respondí mostró evidente disgusto y manifestó que necesitaba más armas ya que tenía bastantes hombres dispuestos. Asimismo, dijo que nos encontraríamos dentro de cinco días para informarnos sobre las tropas francesas presentes en la zona. Respondí que transmitiría sus palabras y que insistiría en su petición de más pertrechos.

No hubo realmente tiempo para mucho más pues varios hombres, a quienes ocultaban las sombras, se habían acercado a la lancha para descargar los barriles. Con rapidez se llevaron la carga al interior de la playa donde, en la lejanía, se oía el relinchar de cabalgaduras.


Acabada la operación regresamos a la lancha, me retiraba ya cuando mi interlocutor me tendió la mano:


-¿Cuál es su nombre?-dijo mirándome a los ojos.


Le respondí y antes de que hiciera yo lo propio dijo, mientras me estrechaba la mano con fuerza:


-José Galván, me llaman el Recio.

martes, 3 de abril de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XIII (I)



Veintiséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Hace apenas unas horas que una lancha me ha llevado desde el fondeadero frente a la Puerta de La Caleta, donde ha largado anclas el bergantín Pigeon, hasta tierra firme. Mientras caminaba hacia la casa de la calle de Amoladores trataba de recomponer los acontecimientos inmediatos pues, adivino, han de ser el prólogo de futuros avatares.

 Ahora, sentado en el escritorio de mi cuarto, y reconfortado por un chocolate caliente y una copa de brandy mientras la lluvia azota el cristal de la ventana, puedo plasmar sobre el papel todo cuanto ha sucedido hasta ahora.

Cuando, en el anochecer del día veinticuatro, me despedí del señor Arliss en el embarcadero de Gallineras y le veía empequeñecerse conforme la barcaza, con la vela tiznada, (para evitar los reflejos de la luz lunar), desplegada se deslizaba Sancti Petri abajo, me concentré en lo que me aguardaba y traté de saber más de los hombres que me acompañaban.

El capitán Sebastian Poole es un hombre considerablemente afortunado pues a sus escasos veintisiete años ya es post captain. El Pigeon es su primer mando oficial y, al parecer, ya ha participado en varias acciones en estas aguas. Por su parte, el capitán de ingenieros William Pendlebury tiene veinticuatro años y hace solamente un mes que está en Cádiz pues su anterior destino fue Portugal.

 No hubo ocasión de intercambiar impresiones hasta que, tras un buen rato de navegación, llegamos frente a la isla de Sancti Petri ya al amparo de la oscuridad, en silencio para evitar que nos oyeran los piquetes de guardia en la orilla opuesta, y con un fanal de color verde colocado en la amura de estribor para que nos reconocieran nuestros centinelas y los españoles y que, por su posición, quedaba invisible a los franceses.

La llegada a la desembocadura del río produjo un evidente relajo en Poole que no tardó en contagiarnos. Era evidente que el paseo comportaba riesgos y no podía descartarse que desde alguna batería francesa se disparasen bengalas convirtiendo nuestra embarcación en una diana.

Apenas hablábamos en susurros aún cuando bordeábamos la mole de la isla de Sancti Petri cuando una masa oscura, que poco a poco se fue delineando, se definió finalmente como el HMS Pigeon, bergantín de catorce portas que al ancla al sudoeste de la isla, quedaba a resguardo de las guardias francesas.

Después de que nuestra lancha se acodara a la borda del bergantín y de que subiéramos a bordo, las maniobras se sucedieron y en menos tiempo del que se precisa para narrarlo, el Pigeon se deslizaba por las negras aguas rumbo a las costas que están en poder del enemigo.