Diez
de Abril de 1810 (Anno Domini). En
algún lugar en ruta hacia Casas Viejas.
Empezaba a clarear cuando El Recio nos indicó que nos estábamos aproximando al siguiente
refugio.
Estábamos agotados después de marchar toda la noche por
caminos llenos de barro y calados hasta los huesos por la humedad y el frío.
En
honor a la verdad hemos cubierto unas seis o siete millas, según los cálculos
de Pendlebury y, además, hemos tenido la inmensa fortuna de poder recorrer la
totalidad de esa distancia por caminos regulares. Ciertamente no nos hemos
cruzado con ninguna patrulla, ni con nadie en realidad, de modo que hemos
podido marchar sin tener que internarnos en los campos y arboledas lo que nos
hubiese retrasado habida cuenta de las recientes lluvias.
Una nota de aprensión se apoderó de mí, y creo que de
todos, cuando advertimos que nuestro refugio iba a ser una posada situada más
allá de la bifurcación que lleva a una villa llamada Vejer. Realmente no
parecía ser el mejor lugar para reponernos tras una agotadora marcha nocturna
mas El Recio, casi adivinando mis
pensamientos, me tranquilizó diciéndome que no habría ningún problema y que
nadie nos vería.
No muy convencido llegamos a la puerta del
establecimiento. García y sus hombres habían aprestado los mosquetes,
igualmente temerosos de caer en una celada. El posadero, que sin duda nos aguardaba, nos
hizo pasar y tras atravesar el amplio comedor, desembocamos a un patio. Farol
en mano se dirigió a un pozo que había bajo unas escalinatas indicándonos que le
siguiéramos. Así lo hicimos y, para mi sorpresa y creo que para la de todos,
nos señaló el borde del mismo.
Fue Galván quien, sentándose a horcajadas, empezó a
descender por una escala que no habíamos visto. Me asomé a tiempo de ver cómo
desaparecía por una oquedad practicada en una de las paredes del abismo. Así,
en pocos minutos, todo el pelotón se deslizó por la oscura boca y accedió por
la oquedad que ocultaba una gruta lo bastante espaciosa como para que
pudiéramos acomodarnos todos.
Hice ver a Pendlebury que los españoles parecían haber
dispuesto todo con antelación, pues ambos suponíamos que la reunión tendría
lugar más cerca de Casas Viejas. Mas él, como oficial al mando, se limitó a
indicar que nuestra misión se ceñía a
despachar las cartas y capturar el depósito, siendo los detalles de este
tipo intrascendentes.
Por otra parte la gruta que habría de ser nuestro
cobijo, pese a las reticencias de los hombres de García, estaba bien surtida de
vituallas y bastante bien ventilada, prueba de que debía ser más grande de lo
que parecía.
Agotados nos dispusimos a descansar después de que se
dispusiesen los turnos de guardia. No pude resistirme a preguntar a Galván si
la gruta contaba con alguna otra salida. Ante mi insistencia respondió que, en
efecto, la había y al cuestionarle si era preciso destacar guardias en aquella
me respondió que no había de preocuparme y que a su tiempo me revelaría donde
se encontraba.
Traté de dormir y lo logré, mal que bien, algunas
horas. Desde la boca del pozo podían oírse las voces de los viajeros que hacían
alto o de los comerciantes que ofrecían allí sus mercaderías. Agucé el oído
tratando de captar voces francesas pero no pude distinguir ninguna, si es que
las había.
En esos momentos se incorporó a la guardia el infante
Valverde, a quien sus camaradas llamaban El
Bachiller. Sabía que era una distinción reservada a personas de cierta
formación por lo que mi curiosidad se impuso a la costumbre de no dirigirse a
la tropa e inquirí acerca de las circunstancias que le habían conducido a la
presente situación. Con voz queda me narró la siguiente historia:
-Yo estaba en
Madrid el Dos de Mayo. Mis compañeros y yo, al oír que los patriotas se habían
levantado contra los ocupantes, acudimos a la Puerta del Sol a ayudar en lo que
pudiéramos. Éramos cinco y estábamos embriagados de fervor patriótico. Se decía
que los franceses se iban a llevar al infante Don Francisco de Paula y que iban
a dar el trono de España a Murat.
No
teníamos armas, en realidad tampoco las sabíamos manejar, pero había gente por
todas partes que portaban desde pistolas hasta horcas y navajas. Se oían disparos
y el griterío era indescriptible.
De
pronto alguien mandó callar y poco a poco todo quedó en silencio. Un estruendo
que procedía de la Puerta de Alcalá se hacía oír cada vez más. Parecía como el
retumbar de los truenos pero era diferente... El firme de la calzada vibraba
por momentos, como si la tierra fuera a abrirse. Entonces una voz gritó:
¡Vienen los mamelucos!
Los
vimos aparecer cuando empezaban a picar
espuelas. Tal y como los caballos empezaron a ganar velocidad desenvainaron los
alfanjes y empezaron la matanza.
Fue
un horror. Cargaban contra cualquiera, ya fuera hombre o mujer, o niño incluso,
llevara o no armas.
Todos
corrimos aunque no había forma de librarse de aquellos demonios. Daban
mandobles a derecha y a izquierda y los caballos pisoteaban los cuerpos de los
desgraciados que caían bajo sus terribles tajos.
Pronto
me separé de mis compañeros y solamente pude ver cómo uno de ellos caía con la
cabeza abierta, a los demás no los volví a ver. Eché a correr presa del pánico
cuando advertí que uno de aquellos diablos picaba espuelas y se lanzaba tras de
mí.
Y
corrí, corrí como nunca antes lo había hecho. No recuerdo por cuánto tiempo mas
el caso es que me detuve y me oculté en un portal mientras el repiqueteo de los
cascos del caballo contra los adoquines me martilleaba las sienes.
Por
un instante no ocurrió nada. Oí como el caballo relinchaba y el golpeteo de los
cascos contra el firme pero, de improviso, oí un grito:
¡En
ese portal!
Le
vi atravesar el portal con el alfanje en la mano. Eché a correr escaleras
arriba y no me abrí la cabeza de milagro con los tiestos que colgaban de la
pared. Estaba muerto de miedo y casi sin fuerzas y tropecé. Tuve el tiempo
justo para volverme y ver cómo levantaba el arma. Entonces le lancé una patada
que le hizo perder el equilibrio.
Y
sin saber de dónde saqué las fuerzas y el ánimo agarré uno de los tiestos y lo
estampé contra su cabeza en el momento en que se incorporaba. Solamente
recuerdo cómo la sangre empezaba a mancharle el rostro y caía hacia escaleras abajo...
Ya
no tenía remedio. Había matado a un soldado enemigo y la delación de que había
sido objeto no me dejaba otra alternativa que escapar. Le quité la pistola y un
puñal moruno que portaba y eché a correr de nuevo. Traté de buscar refugio pero
cuando decía que había matado a un mameluco todo el mundo me cerraba las
puertas. Al final, tras burlar a los franceses no sé cuantas veces, logré salir
de Madrid y pude unirme a otros que, como yo, huían de las represalias.
Y aquí
estoy...- concluyó Valverde como si lo que hubiese narrado no
fuera sino el producto de una aventura de días escolares.
Me disponía a retirarme cuando, por pura indiscreción,
le pregunté acerca de lo que estudiaba.
-Teología- replicó con indiferencia.