Veintiocho de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz
El general Stewart pronto advirtió el estado en que se
encontraba el mayor Webb y ordenó a los oficiales que le acompañaban que lo
retirasen de inmediato, pues la escena estaba atrayendo las miradas de muchos
de los asistentes.
Quise hacer notar que aquél miserable me había ofendido
gravemente, para colmo delante de una dama extranjera, y que mi honor exigía
una satisfacción pero Arliss, quizás anticipándose a mi acción, me llevó con él
hurtándome incluso la posibilidad de interesarme por el estado de doña Eugenia
que, visiblemente sofocada, se apoyaba en el brazo de un teniente coronel de
artillería y salía del pasillo.
Después de seguir a Arliss (más bien era él quien
prácticamente me arrastraba) a un saloncito privado me di cuenta de que había
ya en él una pequeña reunión: varios altos jefes, nuestros y españoles, que me
miraron con indiferencia al principio hasta que irrumpieron en la pieza los
generales Graham y Stewart.

Su tono no dejaba lugar a dudas y no hubiese hecho
ninguna falta que recalcase lo que sus palabras significaban. Hice lo único que
se me ocurrió, es decir, chocar los talones y hacer una inclinación de cabeza.
-A la orden, señor.
Graham asintió secamente y a continuación se dirigió a
uno de los jefes españoles presentes. Éste respondió algo que no pude oír y el
general me miró para decirme:
-Teniente, le presento a don Diego de Alvear y Ponce de
León, gobernador militar de la Isla de León.
Hice lo ordenado y me encontré frente a un alto jefe de
la Armada española, no supe identificar el rango, pero lucía un exquisito
uniforme plagado de entorchados y orlado con varias distinciones. Para mi
sorpresa hablaba un correcto inglés.
-Un placer saludarle, teniente-dijo con gravedad. –Me han
hablado largamente de sus proezas en África.

Intervino entonces el general Stewart, recordando a
los presentes que en breve había de volver a la costa enemiga a recibir
información del guerrillero conocido como El
Recio. Aquello pareció agradar a don Diego pues, al parecer, entre las
fuerzas a su mando se encuentran varias milicias locales e, igualmente, las
fuerzas que permanecen en la retaguardia enemiga.
Aún permanecí unos instantes, ora respondiendo a
preguntas de algunos de los presentes, ora recibiendo felicitaciones por mis
pasadas hazañas. No me pasó inadvertido el que mis conocimientos de español se
sobrevalorasen en tan alto grado pues, cavilaba, no había de ser yo él único de
las fuerzas británicas que hablase la lengua de Cervantes.
Por fin el general Graham dio por terminada la reunión
y abandoné la pieza seguido por Arliss. Realmente nada me restaba por hacer de
forma que resolví regresar a mi casa de la calle de Amoladores.
Mas no me hube de marchar solo pues Arliss me acompañó
durante un buen trecho.
Mientras caminábamos me hizo ver que me estaba
relacionando con los hombres más poderosos de la ciudad, algo que me podía
resultar provechoso en mi carrera, si bien hizo hincapié en el hecho de que debía
reservarme mis informes para él mismo o para mis superiores.
-Pese a lo que haya dicho don Diego-me confió-no debe
hablar con él de nada que tenga que ver con nuestros tratos con los
guerrilleros.
-Y-recalcó- no
se le ocurra decirle a El Recio
que el gobernador de La Isla se ha arrogado el mando sobre él y sus hombres.
Quise saber por qué pero se limitó a responderme:
-No haga preguntas, teniente, solamente cumpla las
órdenes. Cuanto menos sepa, mejor para usted.
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