Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León
Después de un día de guardia en el fuerte de Santa
Elena con la única compañía de George Quinn, que no cesaba de alabar la suerte
que a sus ojos poseo al ser miembro del Cuerpo de Guías, resolví aprovechar mi
día franco y alquilé un coche para que me llevase a la Isla de León.
Durante el trayecto mis pensamientos estaban todos
centrados en la próxima reunión que habría de mantener con El Recio y las, al parecer, fundadas pretensiones de don Diego de
Alvear de controlarle a él y a los otros que, en su misma circunstancia, hallábanse
desperdigados tras las líneas francesas. Parece, pues, que no hubiese una
verdadera autoridad española digna de tal nombre aunque este extremo, al decir
del señor Arliss, nos beneficia extraordinariamente.
Esta reflexión me hizo recordar al difunto capitán
Messervy y al mensaje que le encomendara el general Wellington. Si los
españoles llegasen a saber algún día lo que descubriera en el mensaje que tan
celosamente custodió el difunto, es casi seguro que se empeñarían contra
nosotros con el mismo ardor con que lo hacen contra los franceses. Por un
momento un sombrío sentimiento se adueñó de mi ánimo en forma de la espantosa
visión que ofrecerían decenas de cuerpos, vestidos aún con sus casacas rojas,
destrozados por la muchedumbre enfurecida. Recordé algo que me había contado
Arliss sobre el antiguo gobernador de la plaza, Solano, que fue ajusticiado por
el populacho por, precisamente, anteponer la tradicional enemistad española hacia
Gran Bretaña antes que hacia Francia.
La voz del cochero me devolvió a la realidad y, gracias
a ello, pude percatarme de que me encontraba en mi destino:
Varias hileras de tiendas se extendían por entre las
tierras de labor que bordeaban el saco de la bahía. Inclusive pude distinguir
edificaciones de madera que, aquí y allá, descollaban entre las lonas. También,
aunque a intervalos más irregulares, vetustas casonas que debían ser las viviendas
de los propietarios de las tierras en donde se había instalado el Batallón
Ligero del mayor Allan.
En el ínterin, el cochero iba indicándome los nombres
de los lugares que atravesábamos siguiendo las instrucciones que le dictara.
Una mezcolanza de nombres pintorescos e inconexos pero que, por la fuerza de
las circunstancias, han de volverse asiduos y, aún, familiares.
-Por allá está Punta Cantera, míster-decía el cochero
señalando con el látigo
-Eso es la huerta de “El Madrileño”
-Allá lejos están las “Fadricas” y allí, al fondo del todo, está “La Carraca”
-A ese
lado está el cementerio
§ He reproducido esta
palabra tal y como la pronuncian los nativos. El nombre exacto es Caño Herrera
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