Treinta de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León
Tras preguntar a un sargento de los ligeros del 88, que
ejercitaba a un pelotón en maniobras de escaramuceo, dónde podría encontrar al
capitán Duncan Edwards me indicó que se encontraría en la finca llamada El Madrileño, pues los oficiales del
Batallón Ligero provisional se alojaban allí y, dadas las horas, estarían
disponiéndose para almorzar.
Reflexioné un instante sobre lo inoportuno de mi visita
mas tampoco tenía ya remedio pues aquella misma tarde habría de estar en
Gallineras para reunirme con el capitán Poole y, a bordo del Pigeon, volver a las costas enemigas a
entrevistarme con El Recio.
Desde luego podría decirle que recibiría suministros
británicos (así me lo habían confirmado el general Graham y el embajador
Wellesley) aunque debería guardarme muy mucho de que sospechara que el mando
español considera que él y sus hombres están a sus órdenes. Arliss me había
asegurado que hombres como El Recio,
medio contrabandistas y medio bandidos, honrados hasta donde podían serlo y
cuasi reyes en sus dominios, no aceptarían otra autoridad que la suya propia.
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Me disculpé, en español, pero la respuesta que obtuve
fue en un más que correcto inglés.
-La juventud siempre tan impetuosa.
Confuso, volví a disculparme esta vez en inglés pues
temía que el caballero, un hombre entrado en años pero cuyo porte y elevada
estatura inspiraban respeto, fuese británico, y aún un alto oficial por más que
no vistiese uniforme.
-A usted no le conozco, señor. Usted no pertenece al
batallón del mayor Allan-dijo mientras me miraba escrutador.
-Segundo teniente Ian Talling, señor. Compañía Ligera,
Segundo Batallón, 87 Regimiento Irlandés. ¿Con quien tengo el honor?-dije
inclinando la cabeza.
El hombre respondió de igual forma y me miró unos
instantes más antes de que su severa expresión mudase en una franca sonrisa.
-Por Dios, hijo. Ni que fuera yo don Blas de Lezo. Soy
Martín Ruiz Carpio, dueño de la huerta El Madrileño.
Me tendió la mano, que estreché sorprendiéndome lo
firme que resultaba en un hombre al que calculé, año poco más menos, la edad de
mi padre.
En pocas palabras le expliqué que venía a visitar al
capitán de mi compañía que, temporalmente, se encontraba destacado en el
batallón del mayor Allan.
Aún no hube acabado cuando oí pronunciar mi nombre a
mis espaldas. Me giré a tiempo de encontrarme con el capitán Edwards, seguido
de varios oficiales más entre los que se encontraba Roland Addams.
Confieso que el verle constituyó un desagradable
contrapunto al reencuentro con mi capitán y a los saludos de sus acompañantes
quienes, al parecer, conocían ya de mis aventuras en África.
-¿Este es el joven de que tanto me ha hablado, capitán?-cortó
don Martín evidenciando que mi fama,
inmerecida a todas luces, se había propagado hasta aquí.
Aquello debió ser suficiente para Addams que, tras
excusarse y dirigirme una fría mirada, se retiró al interior de la casona. En
el ínterin, don Martín me obligó, virtualmente, a ser su invitado y compartir
su mesa junto con mis compañeros oficiales que habitualmente lo hacían.
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