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domingo, 30 de septiembre de 2012

LIBRO II "ERIN GO BRAGH". Capítulo III (I)



Cuatro de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz

   Continúo recluido en la embajada británica a pesar de mis esfuerzos para que se me permita volver a mi casa.

    Y es que, a pesar de las órdenes del general Graham, parece ser que se ha extendido la especie de que el asesino del mayor Webb ha sido otro oficial aunque mi nombre, al menos, no haya salido a relucir. Así pues, y en orden a garantizar mi seguridad, el señor Arliss ha insistido en que permanezca en lugar seguro y, abundando en ello, me ha asignado a dos suboficiales de los Royal Marines llamados Burton y Henderson.

     La inactividad se me hace insufrible. Por más que tanto Arliss como el mismísimo embajador Wellesley hayan insistido en la necesidad de que debo permanecer a buen recaudo, en razón a las misiones que he desempeñado y habré de desempeñar en el futuro, y rechazan mi petición de ser enviado a alguna unidad de combate en la Isla de León, confieso que no estoy hecho para estar prisionero de cuatro paredes. Ni siquiera en el Portobelho lo pasé tan mal como estos últimos días aquí.

    Mas, al menos, he logrado que Arliss me permita acompañarle en las encuestas que se ha propuesto llevar a cabo entre quienes conocían a Webb, o le vieron el día de su muerte. A pesar de la negativa del embajador se ha impuesto el criterio de aquél en el sentido de que mi conocimiento del español, amén de la relación con el lugar donde Webb  encontrara la muerte, la casa de doña Violante, me convierten en el compañero idóneo en sus trabajos.

    Tras un corto paseo llegamos a la calle del Teniente y al lugar donde tantos placenteros momentos había disfrutado. Como era hora temprana no había actividad en la casa. Por el contrario nos cruzamos con algunas de las pupilas que salían de la iglesia de San Antonio. Se me hizo extraño verlas vestidas y con la cabeza cubierta de mantilla, la indumentaria apropiada para ir a la Casa de Dios por lo demás, y al menos a dos de ellas las había disfrutado despojadas de nada que no fuera su piel perfumada y suave como la seda.

       Y más desconcertante aún fue el comprobar que nada se había dejado al azar y que, si bien eran libres de salir de la casa, era cierto solo en apariencia pues los dos hombres que las seguían a corta distancia no tenían aspecto de españoles, y hubiese jurado que eran compañeros de mis dos custodios.

     Constituyó, asimismo, una prueba encontrarme frente a doña Violante.

     Su mirada y sus ademanes no parecían presagiar nada bueno hacia mí por cuanto, tal vez, pensara que era yo el responsable del crimen que había tenido lugar en su casa, y del perjuicio que ello pudiera ocasionarle. Pero la imponente presencia de Burton y Henderson tras de mí, junto a la actitud inquisitiva de Arliss, la hicieron creer que estaba preso y se acercó a mí y, tomándome las manos, me hizo mirarla.

      -Dígame que no ha sido usted, teniente-su voz sonaba implorante y, nuevamente, aquella sensación de extrañeza que me había asaltado al ver a las huríes saliendo de la iglesia se adueñó de mí pues nunca me había hablado de modo tan solemne.

      Sin dejar de mirarla le respondí, por mi honor, que no lo había hecho. Hubiese querido decirle algo más pero Arliss, siempre pragmático, nos interrumpió con apremio indicándome que se presentasen las pupilas.

     -¿Con quién estuvo el mayor Webb la noche del lamentable suceso?-preguntó una vez se reunió el plantel de la casa. Burton y Henderson, en un rincón de la pieza y en la mejor tradición del Servicio, se mostraban aparentemente imperturbables ante la belleza que se les mostraba.

     -Petra-dijo la señora tras oír mi traducción y una deliciosa criatura de rubios tirabuzones se adelantó y se situó frente a Arliss y yo.

      A las preguntas de Arliss fue respondiendo diligentemente: Webb la había tomado un par de ocasiones en otras tantas visitas; aquella noche estaba bastante borracho y, al poco tiempo, estaba durmiendo de modo que salió de la estancia dejándole allí; luego de alternar con otros dos caballeros se descubrió el cadáver.

      Era costumbre de la casa, explicó doña Violante, que si un caballero acusaba el esfuerzo se le dejaba dormir en la pieza que ocupaba y su acompañante, en este caso, pasado un determinado intervalo, se dedicaba a otros visitantes. Aclaró también que, en ese tipo de situaciones, los cuartos no se cerraban con llave interpretándose que una puerta cerrada era suficiente indicativo de privacidad.

       Luego le tocó el turno a Ernestina, mi acompañante de aquella noche, que confirmó lo que ya había dicho yo anteriormente: que fui su primer ocupante de la noche; que me marché de la casa una vez concluyó la ronda y que se enteró de la muerte de Webb bastante avanzada la velada.

    Fueron interrogadas algunas otras que habían sido ocupadas por el difunto. Yvette, una francesa emigrada, dijo algo que traduje de inmediato y los ojos de Arliss brillaron.

    -Tenía una mujer-dijo la muchacha.

    -¿Una mujer?-exclamó Arliss. -¿Cómo sabe eso?

   -Entiendo algo de su lengua, señoría-respondió la hurí. -Una vez le oí hablar con otros caballeros militares que le acompañaban. Al parecer mantenía a una amante aunque no entendí el nombre; sonaba como Gabriela, o tal vez Graciela.

Tras esta revelación final salimos de la casa.
        
     -¿Qué opina?-pregunté sin disimular mi impaciencia.
        
    -Pues que, dadas las circunstancias, no pudo usted matar al mayor Webb. Eso constituirá un alivio para el general Graham pero ahora nos ocupa algo más importante: Debemos hallar a esa supuesta amante y para eso tendremos que hablar con los amigos del muerto.

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