Tres de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz
Apenas si he dormido algo en la estancia que se ha
dispuesto para mí en la embajada británica.
Tras un día horrible en el que tuve que repetir hasta
la extenuación que era inocente del asesinato del mayor Howard Webb, y merced a
los buenos oficios del mayor Gough, el capitán Edwards y, cómo no, el señor
Arliss, el general Graham ha decidido no enviarme al barco correo que me
conduciría al presidio en Gibraltar.
Y ello no se debe a que esté convencido de que soy
culpable, algo que pese a todo no me consta, sino porque la muerte de un
oficial irlandés y protestante a manos de un camarada católico podría resultar
fatal para las tropas que guarnecen Cádiz y La Isla.
-No hace falta ser el sabio Solón- dijo con
socarronería el señor Arliss mientras despachaba el desayuno que apenas había
probado yo, para saber que un hecho así podría despertar viejos odios y
rencores que yacen en la memoria de muchos de quienes vivieron los terribles
sucesos de la Gran Rebelión de 1798 y que ahora sirven bajo los colores del
Rey.

-¿Qué podría esperarse del asesinato de un notorio
orangista? ¿Que el asesino pretendiese pasar inadvertido? Esa es la opción más
plausible, desde luego. Pero, en caso contrario, ¿qué haría para llamar la
atención sobre su crimen?
-Pues precisamente lo que ha hecho. Dejar la prueba
ostensible de que ha sido un crimen de raíz, llamémosla política, y ha dejado
como sudario una bandera rebelde.
Le oía mientras clavaba mis ojos en la bandera con el
arpa y el lema bordados en oro.
-Y parece que quienquiera que haya cometido el crimen
sabía de su animosidad hacia el mayor Webb.
-Fue el quien me provocó en cuantas ocasiones nos
tropezamos-repliqué.
-Oh, eso ya lo sé pero el resto de la Humanidad lo
ignora-contestó a su vez haciendo un gesto con la mano. –Desde luego ha sido
muy inteligente.
-Puede mandar a buscar al teniente George Quinn, de la
segunda compañía-dije- -Él podrá atestiguar que fui hostilizado sin
provocación.
-Podría, desde luego-contestó al fin. –Pero creo, y el
general Graham y el embajador coinciden con mi parecer, que lo mejor que podemos hacer es no divulgar
demasiado todo este desgraciado asunto.
Hizo una pausa y luego clavó en mí sus ojos.
-¿Recuerda algo de la Gran Rebelión, teniente?
-No mucho-respondí.-Yo era solamente un niño y, gracias
a Dios, en Tipperary no hubo demasiada lucha.
-Pues en otros lugares sí la hubo, y en exceso, por no
hablar de la posterior e inevitable represión. Esta es una ciudad muy pequeña,
¿se imagina lo que pasaría si los irlandeses empezaran a matarse entre sí?

-Que podría desembocar en la entrada del ejército
francés- me interrumpió. –Y después de España los franceses se abalanzarían
sobre sus colonias americanas y eso podría hacer que perdiésemos esta guerra.
Reflexioné sobre lo que decía y la perspectiva no era
ni mucho menos halagüeña.
-¿Hay algo que yo pueda hacer?-dije. –A fin de cuentas
parece que soy responsable, aún indirecto, de este estado de cosas.
-En realidad esto es como el juego del ajedrez-respondió
con la mirada perdida en un rincón de la estancia. –Sí, eso es. Es una partida
en la que usted juega el papel de peón, al menos para el asesino.
No entendía nada de lo que decía y debió adivinarlo
porque a continuación fue más explícito.

-Es decir-agregó-que es evidente que no saben de su
pertenencia al Cuerpo de Guías ni los servicios que está usted desempeñando con
las guerrillas de la retaguardia francesa.
-Y vamos a aprovechar esa ignorancia
porque usted, mi querido teniente, en este juego tiene más valor que un rey.
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