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domingo, 14 de octubre de 2012

LIBRO II "ERIN GO BRAGH". Capítulo III (II)



Cuatro de Abril de 1810 (Anno Domini). Cádiz

    -¿Cómo está tan seguro de que no maté yo al mayor Webb?-pregunté al señor Arliss mientras caminábamos por la calle Nueva.

     Ni siquiera me miró mientras daba unos golpecitos en el empedrado con la contera del bastón. A nuestra espalda los escoltas, Burton y Henderson, marchaban solo a tres o cuatro pasos.

     -Es fácil-replicó.-Cualquiera de esas rameras vendería a su madre si supiera quién es, y si no también, por mucho menos de lo que cobró Judas. El que hayan corroborado su historia, independientemente de que el ama de la casa tenga predilección por usted, no me deja ninguna duda.

     No dije nada suponiendo que ya me bastaba con eso. Con lo que no contaba es con la recepción de que fui objeto en el café del León de Oro.

     Era precisamente allí donde se reunían algunos de los más allegados camaradas de Webb a quienes quería cuestionar Arliss. Mas, para mi mayor vergüenza y humillación, pude oír la palabra “Asesino” procedente de una de las mesas cuyos ocupantes se pusieron en pie nada más entrar en el establecimiento.

    Eran cuatro oficiales, a juzgar por los distintivos, y todos lucían en la solapa las cintas anaranjadas de Orange.

   Mi reacción fue dar un paso adelante y desafiar públicamente al autor de tamaña ofensa pero Arliss me detuvo al tiempo que, levantando el bastón, decía con su habitual parsimonia:

   -Caballeros, deberán hacernos sitio pues vamos a conversar un poco.

   -¿Conversar con un croppie asesino?-espetó uno de ellos, un sujeto de aspecto indolente al que recordaba haber visto en compañía de Webb en alguno de nuestros tropiezos.

   -Antes muerto que sentarme a la misma mesa que un papista-gritó otro.

    No había que estar versado en lenguas para darse cuenta de que una trifulca estaba a punto de desatarse. Las mesas circundantes empezaban a vaciarse, los mozos detuvieron su ajetreo para observar y el patrón de la casa se aprestaba a salir del mostrador.

   -Creo que no me han entendido, caballeros-repitió Arliss como si no hubiese oído nada de lo anterior. –Vamos a conversar como súbditos de Su Majestad Británica, no pretenderán que seamos objeto de chanza de los nativos.

   -¿Y usted quién diablos es?-inquirió un tercero. -¿Es que es amigo de rebeldes y asesinos?

    -Mi nombre no es relevante, caballeros, pero sí lo es que el general Graham y el embajador británico me hayan otorgado licencias extraordinarias. Y si alguno de ustedes no quedase convencido, estoy seguro de que los argumentos de nuestros acompañantes bastarán para disipar cualquier rastro de duda-añadió señalando la mole compuesta por Burton y Henderson a nuestra espalda.

   -¿Nos está amenazando, señor? Somos oficiales de Su Majestad y esos sargentos no pueden tocarnos.
Arliss se inclinó de modo que quedase cerca del sujeto que había lanzado la última bravata.

   -Veamos, caballero, ahora mismo esos dos sargentos pueden hasta matarle si así lo ordeno y lo único que les caerá por ello es un par de chelines para que bebérselos a su salud así que le aconsejo, y lo hago extensivo a todos, que atiendan a mi cuestionario.

   Bien fuera causado por las palabras de Arlisss, o bien por la amenazadora presencia de nuestra escolta, los cuatro hombres volvieron a sentarse y a tentar las tazas de café y las copas de aguardiente. Arliss y yo tomamos asiento mientras los sargentos se acomodaban en el mostrador sin quitarnos la vista de encima.

   -Bien, caballeros, por lo que sabemos ustedes eran amigos cercanos del fallecido mayor Webb, ¿no es así?

      Asintieron con gruñidos mientras Arliss se servía una copa. Sus miradas hoscas y su gesto ceñudo eran los mismos que mis paisanos católicos menos favorecidos habían de soportar en nuestra tierra.

   -¿Qué pueden decirme sobre una mujer llamada Gabriela, o Graciela?-inquirió Arliss a tocapenoles.

    Intercambiaron una mirada entre ellos pero mi acompañante no les dio cuartel.

   -Les advierto, caballeros, que si no me dicen todo lo que saben podré interpretar su actitud como de franca rebeldía y ya pueden imaginar qué puede reportarles eso.

   Volvieron a mirarse y, esta vez, la hosquedad dio paso a la sombría amenaza de un destino en las terribles islas de la Antillas o en algún perdido puesto en la costa africana. De súbito uno de ellos, un capitán apellidado Corrigan, empezó a hablar.

   -Se llama Graziella. Es una italiana que conoció en un burdel de aquí cerca, de El Boquete o como se diga.

  -Milanesa-apuntó Willis, un primer teniente y el menos lenguaraz del grupo hasta el momento.

   -¿Cómo se conoce el establecimiento?-quiso saber Arliss.

  -La casa de Sebastiana Carrasco, también la llaman “La Chana”  -respondió Corrigan.

  Arliss formuló unas cuantas preguntas más y dio por concluida la entrevista. 

  Al disponernos a abandonar el lugar añadió:

  -Doy por supuesto que estamos entre caballeros y, por tanto, que no divulgarán nada respecto a esta conversación y, desde luego, que se abstengan de señalar al teniente Talling como autor del nefando crimen.
Willis negó con la cabeza.

   -Si eso le inquieta, señor, es mejor que lo sepa por nosotros antes de que se lo reclamen a unos por otros.

   Y sacó un billete de la bocamanga de la casaca y lo entregó a Arliss que, tras examinarlo, me lo tendió a mí al tiempo que lanzaba una maldición por lo bajo.

   -¿De dónde ha salido esto?-preguntó.

   -Lo encontré en mi alojamiento-respondió Willis. Al parecer los hay a cientos.

   Los rutilantes tipos de imprenta permitían leer lo siguiente:
               

Súbditos del Rey:
Uno de nuestros oficiales ha sido asesinado por un traidor papista de los que pueblan nuestras filas simulando ser buenos patriotas.
Prevenid a vuestros compañeros, a vuestros superiores y subordinados y venguemos al heroico mayor Howard Webb.
Por  Dios , la Patria y el Rey recordad el nombre del traidor :
                                      Ian Talling 

2 comentarios:

  1. Señor, su trabajo es extraordinario. No ceje en el empeño. Con su permiso.

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