Dieciséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz
Este mediodía hemos
despedido a Figgis y a Johnson.
Anoche, ya tarde, llegó
recado del comandante [británico] del puerto de que debían embarcar en la
fragata HMS Rajah que zarpaba rumbo a
Portsmouth.
Como deseaba despedirme de
ellos como merecían mandé a Doña Josefina que encargara un desayuno en el
cercano Café del Ángel y requerí a un pilluelo que ejercía de mandadero en la
taberna del montañés[1]
Rueda para que fuese a buscar a Manuel Sánchez a su casa de la calle de San
Leandro. Me dirigí después al taller de Niña Batiste donde quedé gratamente
sorprendido, y muy satisfecho, del trabajo realizado:
Mi nuevo uniforme me
sentaba extraordinariamente bien y ningún detalle había quedado al azar, desde
el plumín verde a los botones pasando por la faja escarlata y las dragonas de
compañía de flanco. Mi entusiasmo fue grande en verdad pues pagué gustoso el
precio estipulado (cuarenta guineas) y encargué dos uniformes más: uno sencillo
para campaña y otro de recepción pues estaba seguro de que no habrían de faltar
las ocasiones para lucirlo. Ni que hablar tiene que la Niña Batiste quedó
asimismo encantada de contar con un cliente que no pagara a plazos y que,
además, dejara una propina de cinco guineas, nada menos.
Salí, pues, del taller de
costura enfundado en mi nuevo uniforme, dejando instrucciones de que me
enviaran mi ropa de paisano a la casa de doña Josefina. Me presenté de esa
guisa en el Café del Ángel, donde ya me aguardaban mis compañeros. Una vez más
rememoramos nuestra aventura hasta que hubo llegado el momento de marchar hacia
el puerto.
En la Puerta de Sevilla, donde
se efectúan los embarques y desembarcos hacia y de el extranjero y los puertos
americanos, Johnson me estrechó la mano y Figgis, además, me saludó a la manera
de la Armada (algo que me enorgulleció sobremanera). Sánchez, por su parte, se
mostró todo lo efusivo que se presupone en la gente de su raza de forma que
dispensó sendos y prolongados abrazos a uno y otro. No me pasó desapercibido
que los ojos del viejo boticario y del veterano contramaestre estuvieran
humedecidos.
Aún levantamos las manos
Sánchez y yo en la balaustrada del embarcadero mientras les veíamos alejarse en
la blanca lancha que los acercaba a la airosa fragata que, al ancla entre dos
imponentes navíos de línea, reflejaba su silueta en la quieta superficie de la
bahía.
Por lo que nos habían
contado, Johnson había obtenido la licencia de forma que no había ningún
ultraje que le impidiera establecerse en Chelsea, que tal era su deseo.
En cuanto a Figgis, al
parecer la Rajah iba a ser su nuevo
destino que, por casualidades del servicio, le llevaba de vuelta al hogar.
Tras despedirme de
Sánchez, que me expresó su intención de alistarse para contribuir al
sostenimiento de su patria y, más realistamente, de su ciudad, me encaminé a
casa de Doña Josefina quien, con visible alborozo, me regaló sonoros cumplidos
acerca de mi porte.
He pasado buena parte de
la tarde paseando por el malecón que bordea la ciudad desde la Puerta de
Sevilla hasta un encantador rincón conocido como la Alameda, una especie de
paseo cubierto de árboles. Allí, desde un tramo de muro próximo al baluarte
llamado “de la Candelaria” he observado largo tiempo el mar inmenso, festoneado
de velas de naves que entran o salen de esta ciudad cercada y me he dejado
atrapar por los recuerdos que me trae ese mismo mar: recuerdos de los amigos
que por él navegan en estos momentos y de quienes dejaron su vida en sus
abismos.
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