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domingo, 8 de enero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". CAPÍTULO VI



Dieciséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Este mediodía hemos despedido a Figgis y a Johnson.

Anoche, ya tarde, llegó recado del comandante [británico] del puerto de que debían embarcar en la fragata HMS Rajah que zarpaba rumbo a Portsmouth.

Como deseaba despedirme de ellos como merecían mandé a Doña Josefina que encargara un desayuno en el cercano Café del Ángel y requerí a un pilluelo que ejercía de mandadero en la taberna del montañés[1] Rueda para que fuese a buscar a Manuel Sánchez a su casa de la calle de San Leandro. Me dirigí después al taller de Niña Batiste donde quedé gratamente sorprendido, y muy satisfecho, del trabajo realizado:

Mi nuevo uniforme me sentaba extraordinariamente bien y ningún detalle había quedado al azar, desde el plumín verde a los botones pasando por la faja escarlata y las dragonas de compañía de flanco. Mi entusiasmo fue grande en verdad pues pagué gustoso el precio estipulado (cuarenta guineas) y encargué dos uniformes más: uno sencillo para campaña y otro de recepción pues estaba seguro de que no habrían de faltar las ocasiones para lucirlo. Ni que hablar tiene que la Niña Batiste quedó asimismo encantada de contar con un cliente que no pagara a plazos y que, además, dejara una propina de cinco guineas, nada menos.

Salí, pues, del taller de costura enfundado en mi nuevo uniforme, dejando instrucciones de que me enviaran mi ropa de paisano a la casa de doña Josefina. Me presenté de esa guisa en el Café del Ángel, donde ya me aguardaban mis compañeros. Una vez más rememoramos nuestra aventura hasta que hubo llegado el momento de marchar hacia el puerto.

En la Puerta de Sevilla, donde se efectúan los embarques y desembarcos hacia y de el extranjero y los puertos americanos, Johnson me estrechó la mano y Figgis, además, me saludó a la manera de la Armada (algo que me enorgulleció sobremanera). Sánchez, por su parte, se mostró todo lo efusivo que se presupone en la gente de su raza de forma que dispensó sendos y prolongados abrazos a uno y otro. No me pasó desapercibido que los ojos del viejo boticario y del veterano contramaestre estuvieran humedecidos.

Aún levantamos las manos Sánchez y yo en la balaustrada del embarcadero mientras les veíamos alejarse en la blanca lancha que los acercaba a la airosa fragata que, al ancla entre dos imponentes navíos de línea, reflejaba su silueta en la quieta superficie de la bahía.
Por lo que nos habían contado, Johnson había obtenido la licencia de forma que no había ningún ultraje que le impidiera establecerse en Chelsea, que tal era su deseo.

En cuanto a Figgis, al parecer la Rajah iba a ser su nuevo destino que, por casualidades del servicio, le llevaba de vuelta al hogar.

Tras despedirme de Sánchez, que me expresó su intención de alistarse para contribuir al sostenimiento de su patria y, más realistamente, de su ciudad, me encaminé a casa de Doña Josefina quien, con visible alborozo, me regaló sonoros cumplidos acerca de mi porte.

He pasado buena parte de la tarde paseando por el malecón que bordea la ciudad desde la Puerta de Sevilla hasta un encantador rincón conocido como la Alameda, una especie de paseo cubierto de árboles. Allí, desde un tramo de muro próximo al baluarte llamado “de la Candelaria” he observado largo tiempo el mar inmenso, festoneado de velas de naves que entran o salen de esta ciudad cercada y me he dejado atrapar por los recuerdos que me trae ese mismo mar: recuerdos de los amigos que por él navegan en estos momentos y de quienes dejaron su vida en sus abismos.


[1] Gentilicio que se aplica a la colonia de santanderinos, muy abundante en la ciudad 

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