Quince de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz
Esta mañana, no bien hube
desayunado y salido en dirección al taller de Niña Batiste, me encontré a
Diogenes Arliss frente a frente.
Creo que no pude disimular
la inquietud que me produjo su presencia, que él sin duda advirtió aunque
pareció no darle importancia. Me rogó que le permitiera acompañarme, imagino
que para poder hablar pues no anduvimos unos pocos pasos cuando me dijo que
debía presentarme esa misma tarde ante el embajador.

Pasé casi toda la mañana en
el taller, con un breve lapso para comer en el colmado de la calle Palma, mas
debo decir que el trabajo está muy adelantado y presumo que mañana mismo estará
listo mi nuevo uniforme.
Contento ante la
perspectiva de vestir de nuevo la casaca roja, y deseando verdaderamente volver
a entrar en acción, me dirigí al edificio de la Aduana para mi cita con Sir
Henry.
Conforme caminaba podía
oír cada vez más cercanos los cañonazos con que, supuse, los franceses
castigaban el fuerte de Matagorda. Me ha impresionado sobremanera que la
actitud de la mayoría de la gente con que me cruzo o con la que me veo obligado
a tratar sea de despreocupación, a pesar de que están en una plaza cercada por
el ejército que se ha enseñoreado de Europa.
Ignoro si se ha de deber a desconocimiento
sobre las cosas de la guerra o si, por el contrario, ha de achacarse a un
extraño y generalizado sentimiento de inmunidad frente a cualquier peligro.
Casi, tal vez, como si las gentes de esta tierra se tuviesen como el pueblo
elegido de Dios sobre el que ningún mal habrá de recaer.
Absorto, pues, en mis
cavilaciones llegué casi sin advertirlo a la Aduana. Conducido a las
dependencias de Sir Henry encontré que me aguardaba junto al señor Arliss y un general al que no conocía y que me
presentaron como William Stewart, el célebre fundador del Cuerpo de Fusileros y
comandante de la guarnición británica.
Dadas las circunstancias
no pude menos que anticiparme disculpándome por no vestir uniforme pero Sir
Henry zanjó la cuestión recordando a todos los presentes mis circunstancias. A
continuación prosiguió diciendo que muy pronto serían requeridos mis servicios
como miembro del Cuerpo de Guías.
Recordé la reciente
conversación mantenida con el señor Arliss y me sentí invadido por la
inquietud, pues ya me veía enterrando oro español antes que combatiendo contra
los franceses.
Habló entonces el general
Stewart quien, enterado de mi aventura con los negreros y sabedor de quién es
mi padre, y lo hizo en términos muy elogiosos sobre mí, augurándome una
brillante carrera similar a la de mi progenitor.
No hube acabado de
agradecer las palabras del general cuando éste prosiguió recordándome que
continuaba en el rol de la compañía
ligera del II/87, independientemente de las misiones que hubiera de desempeñar
por cuenta del Cuerpo de Guías, y que llegado el momento de entrar en combate
no había de albergar ninguna duda sobre cual sería mi lugar en el mismo.
Salí del edificio de la
Aduana embargado por una extraña e indescriptible sensación mas el frío, un
frío húmedo que cala los huesos, me devolvió al presente y a la convicción tan
simple y llana de que un soldado está obligado a obedecer las órdenes que
recibe, sean cuales fueren.
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