Veinticuatro de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León
El viaje desde Cádiz
resultó comparativamente lento si se tiene en cuenta que la distancia a cubrir no
llegaría a las diez millas.
Una vez traspasadas las
Puertas de Tierra se extienden tierras de labor hasta el istmo que une las dos
poblaciones que pasan por ser lo único que queda de la España que resiste a los
invasores franceses.

Y, destacando
como un bastión solitario en un mar de enemigos el fuerte de Matagorda,
periódicamente cañoneado, que resiste a pesar de su desesperada situación.
Hacia la derecha, enfilando hacia la Isla, pueden divisarse las instalaciones
del arsenal de La Carraca, auténtico corazón de las defensas en esa parte pues
su posición anula cualquier intento del enemigo de organizar un desembarco
desde la vecina Puerto Real.
Por el otro lado del
istmo, el océano Atlántico se erige como la más inexpugnable de las defensas
toda vez que su custodia está en manos de los marinos del Rey y reposa sobre
las murallas de madera que forman sus
naves. Y, como mudo centinela, la Torre de Hércules, conocida como Torre Gorda
(o Torregorda) se alza sobre la playa que, sin ultrajes, se extiende entre
Cádiz y La Isla y sigue, mucho más allá de la isla de Sancti Petri, hacia
Chiclana, Conil y las demás poblaciones del litoral en poder del enemigo. Un
recordatorio de la época en que los piratas berberiscos asolaban estas costas.
Durante la marcha es
obligado el alto en una línea de defensa, aún en construcción, que bloquea la
ruta y obliga a quien quiera franquearla a mostrar un pase. Este corte del
camino es conocido, simplemente, como la Cortadura.
Una vez reanudada la marcha puede hacerse a la idea de cómo es el terreno que
rodea la Isla: marismas y brazos de agua, que aquí llaman esteros, bordean el
camino. Según Arliss el paisaje es el mismo a la salida de la villa de forma
que es fácil entender por qué los franceses no han sido capaces de romper las
líneas.
Conforme nos acercamos a
los límites meridionales de la Isla, dominados por la imponente visión del Real
Observatorio Astronómico, pueden verse hileras de tiendas diseminadas por
doquier, testigos mudos de la masiva presencia militar que puede hallarse en la
villa y sus inmediaciones.
Baste recordar que el ejército del Duque de
Alburquerque, que llegó a estos parajes agotado y hambriento pero en modo
alguno vencido, es ya una fuerza considerable a la que hay que sumar las
fuerzas de guarnición ya presentes anteriormente y, significativamente, las
tropas británicas que han ido incorporándose a la defensa.
Al parecer Arliss y yo nos
dirigimos a un puesto avanzado de defensa en la línea que marca el límite entre
los sitiadores y quienes, heroicamente, se resisten a ser sojuzgados por las
bayonetas imperiales.
Esa línea la constituye el
río Sancti Petri (aunque aquí lo llaman caño en lugar de río), en cuya
desembocadura se halla la isla del mismo nombre, y nuestro destino es una
posición llamada de Gallineras Altas desde donde se domina buena parte de la
orilla opuesta y en donde nuestros ingenieros se afanan por erigir una batería.
Resulta significativo que esta posición,
bastante elevada, haya sido encomendada a nuestras tropas pero el señor Arliss
me ha hecho la aguda observación de que los españoles, en absoluto tan incautos
ni poco duchos en las cosas de la guerra como pretenden algunos, lo han
dispuesto así con el fin de que los franceses puedan ver claramente nuestra
bandera y a nuestros infantes (inconfundibles gracias a las casacas rojas) de
modo que tengan la certeza de que también nosotros guarnecemos la línea.
Quise interesarme por la
situación de la compañía ligera, pues en su mayoría está desplegada aquí, y
manifesté mi deseo de poder saludar al capitán Edwards. Pero, al parecer, está
acantonada al otro extremo de la Isla, en un lugar llamado Punta Cantera que da
al saco de la bahía.
Una vez llegados a
Gallineras Altas pude comprobar por mí mismo que el emplazamiento era,
verdaderamente, soberbio. Podía verse a lo lejos la villa de Chiclana y, entre
esta y donde me hallaba, multitud de bastiones y fuertes que un teniente de
artillería iba enumerando para Arliss ayudado por un telescopio.
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Post Captain |
No hubo de transcurrir
mucho tiempo antes de que se presentaran dos hombres: un capitán de ingenieros
y un oficial de Marina. Saludaron a
Arliss quien, a continuación, me los presentó.
Se trataba del capitán William
Pendlebury, de los Royal Engineers, y
del capitán (post captain) Sebastian
Poole, del bergantín [HMS] Pigeon.
Poco después se presentó el general Stewart acompañado de sus ayudantes y, al
fin, supe de la naturaleza de la misión que se me había encomendado.
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