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domingo, 18 de marzo de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo XII (I)



Veinticuatro de Marzo de 1810 (Anno Domini). Isla de León

El viaje desde Cádiz resultó comparativamente lento si se tiene en cuenta que la distancia a cubrir no llegaría a las diez millas.

Una vez traspasadas las Puertas de Tierra se extienden tierras de labor hasta el istmo que une las dos poblaciones que pasan por ser lo único que queda de la España que resiste a los invasores franceses.


Desde el istmo se puede apreciar, de un lado, el saco de la bahía con las banderas francesas ondeando sobre los baluartes que, artillados, cierran la presa sobre Cádiz. 

Y, destacando como un bastión solitario en un mar de enemigos el fuerte de Matagorda, periódicamente cañoneado, que resiste a pesar de su desesperada situación. Hacia la derecha, enfilando hacia la Isla, pueden divisarse las instalaciones del arsenal de La Carraca, auténtico corazón de las defensas en esa parte pues su posición anula cualquier intento del enemigo de organizar un desembarco desde la vecina Puerto Real.

Por el otro lado del istmo, el océano Atlántico se erige como la más inexpugnable de las defensas toda vez que su custodia está en manos de los marinos del Rey y reposa sobre las murallas de madera que forman sus naves. Y, como mudo centinela, la Torre de Hércules, conocida como Torre Gorda (o Torregorda) se alza sobre la playa que, sin ultrajes, se extiende entre Cádiz y La Isla y sigue, mucho más allá de la isla de Sancti Petri, hacia Chiclana, Conil y las demás poblaciones del litoral en poder del enemigo. Un recordatorio de la época en que los piratas berberiscos asolaban estas costas.

Durante la marcha es obligado el alto en una línea de defensa, aún en construcción, que bloquea la ruta y obliga a quien quiera franquearla a mostrar un pase. Este corte del camino es conocido, simplemente, como la Cortadura. Una vez reanudada la marcha puede hacerse a la idea de cómo es el terreno que rodea la Isla: marismas y brazos de agua, que aquí llaman esteros, bordean el camino. Según Arliss el paisaje es el mismo a la salida de la villa de forma que es fácil entender por qué los franceses no han sido capaces de romper las líneas.

Conforme nos acercamos a los límites meridionales de la Isla, dominados por la imponente visión del Real Observatorio Astronómico, pueden verse hileras de tiendas diseminadas por doquier, testigos mudos de la masiva presencia militar que puede hallarse en la villa y sus inmediaciones. 

Baste recordar que el ejército del Duque de Alburquerque, que llegó a estos parajes agotado y hambriento pero en modo alguno vencido, es ya una fuerza considerable a la que hay que sumar las fuerzas de guarnición ya presentes anteriormente y, significativamente, las tropas británicas que han ido incorporándose a la defensa.

Al parecer Arliss y yo nos dirigimos a un puesto avanzado de defensa en la línea que marca el límite entre los sitiadores y quienes, heroicamente, se resisten a ser sojuzgados por las bayonetas imperiales.

Esa línea la constituye el río Sancti Petri (aunque aquí lo llaman caño en lugar de río), en cuya desembocadura se halla la isla del mismo nombre, y nuestro destino es una posición llamada de Gallineras Altas desde donde se domina buena parte de la orilla opuesta y en donde nuestros ingenieros se afanan por erigir una batería.


 Resulta significativo que esta posición, bastante elevada, haya sido encomendada a nuestras tropas pero el señor Arliss me ha hecho la aguda observación de que los españoles, en absoluto tan incautos ni poco duchos en las cosas de la guerra como pretenden algunos, lo han dispuesto así con el fin de que los franceses puedan ver claramente nuestra bandera y a nuestros infantes (inconfundibles gracias a las casacas rojas) de modo que tengan la certeza de que también nosotros guarnecemos la línea.

Quise interesarme por la situación de la compañía ligera, pues en su mayoría está desplegada aquí, y manifesté mi deseo de poder saludar al capitán Edwards. Pero, al parecer, está acantonada al otro extremo de la Isla, en un lugar llamado Punta Cantera que da al saco de la bahía.

Una vez llegados a Gallineras Altas pude comprobar por mí mismo que el emplazamiento era, verdaderamente, soberbio. Podía verse a lo lejos la villa de Chiclana y, entre esta y donde me hallaba, multitud de bastiones y fuertes que un teniente de artillería iba enumerando para Arliss ayudado por un telescopio.

Post Captain
No hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que se presentaran dos hombres: un capitán de ingenieros y un oficial de Marina.  Saludaron a Arliss quien, a continuación, me los presentó.

Se trataba del capitán William Pendlebury, de los Royal Engineers, y del capitán (post captain) Sebastian Poole, del bergantín [HMS] Pigeon. Poco después se presentó el general Stewart acompañado de sus ayudantes y, al fin, supe de la naturaleza de la misión que se me había encomendado.

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