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domingo, 29 de enero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo VIII (I)



Diecisiete de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

No pocas emociones me ha deparado el primer día de San Patricio que he pasado fuera de Erin.

Como ya consigne al inicio de este diario, me propongo ser lo más honesto posible y reflejar con la mayor fidelidad los sucesos que me vayan aconteciendo. Es por ello que he decidido no escatimar ninguna palabra ni ningún hecho por más inconveniente o escabroso que éste o aquella puedan resultar para mi Honor.

Así pues, hecha esta salvedad, me levanté muy temprano el día del Santo Patrón de Irlanda y, luciendo el uniforme y ciñendo sable, me encaminé hacia los barracones de Santa Elena para presentarme tal y como se me había ordenado.

No bien hube llegado a la entrada del fuerte cuando encontré a la banda de música afinando sus instrumentos. Me presenté al oficial de día que resultó ser Simon Cartwright, un segundo teniente de la tercera compañía que me saludó efusivamente y me acompañó a presencia del mayor Gough informándome, además, de que iba a realizarse un pequeño desfile para honrar al Patrón que incluiría a hombres del II/87 y también del II/88, también presente en la guarnición.

El mayor Gough me recibió con su habitual cortesía mientras examinaba lo que parecían ser unas órdenes sobre mi persona. En pocas palabras me explicó que buena parte de la compañía ligera había sido destacada, junto a fuerzas análogas del I/79 (los célebres Cameron Highlanders), del 94 (la “Brigada Escocesa”) y de los Connaughts (II/88), para formar un batallón ligero provisional al mando del mayor James Allan, del 94, y destacado en la Isla de León. Puesto que el capitán Duncan Edwards y sus oficiales formaban parte del citado batallón, y en atención a mis particularísimas circunstancias que me vinculan al Cuerpo de Guías, mis deberes se reducirían momentáneamente al mando efectivo del destacamento(§) restante de la compañía ligera que se hallaba aún acuartelado en Santa Elena.

Cuando pregunté por los oficiales de la compañía ligera, Gough detectó la inquietud en el tono de mi voz por lo que aclaró que, muerto Laherty y yo desaparecido, se habían designado dos nuevos oficiales a saber: el primer teniente Roland Addams, procedente de la cuarta compañía (este nombre me produjo una sensación desagradable pues es notoria la antipatía que me profesa), y el segundo teniente Wendell Cannon, un joven salido de las filas del III/27 después de la terrible sangría de Talavera.

El hecho de que mi puesto hubiera sido ocupado me resultó extraño mas mi prolongada ausencia se había tomado por muerte de modo que el Ejército había hecho lo que se debe hacer en estos casos: buscar un reemplazo a la vacante.

Poco después el mayor Gough dio por terminada la reunión no sin preguntarme si estaba dispuesto para mandar a mi destacamento en el desfile.

(§) DESTACAMENTO DE LA COMPAÑÍA LIGERA DEL II/87  SURTO EN LOS BARRACONES DE SANTA ELENA (CÁDIZ)           

sábado, 21 de enero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". Capítulo VII


Dieciséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz
               
[Lo que sigue es copia fiel del original]

Querido Padre:

Ante todo le ruego me excuse por mi tardanza pero, como bien sabe, el servicio es exigente y el tiempo, a veces, es escaso.

Deseo tranquilizarle a vd y a mi madre pues imagino que hayan podido llegarles noticias de mi desaparición en el mar cuando me dirigía a Cádiz el agosto pasado.

Afortunadamente puedo decir que he salido con bien de una amarga experiencia que me ha llevado, a bordo de un barco negrero, a los puestos de caza de esclavos del África Occidental, a un terrible combate contra esclavistas competidores y, finalmente y tras una refriega con una barco de guerra norteamericano, a un tribunal de Nueva Orleans que, gracias al Cielo, me ha exonerado de los cargos de piratería y trata ilegal de esclavos que pesaban sobre mí.

Vuelto ahora a Europa me hallo en Cádiz, cuya situación supongo que conoce por la prensa, mas felizmente reintegrado a mi batallón el cual, por gracia de la Providencia, se halla aquí de guarnición.

Me hallo bien de salud y deseoso de probarme de nuevo en combate pues debo señalar que solamente he tenido el honor de participar en una campaña, la de Talavera del pasado Julio, de la que presumo habrá tenido conocimiento por las gacetas.

Deseo de todo corazón que al recibo de ésta se halle sano y que, igualmente, mi madre se encuentre bien y no haya sufrido en demasía por mis cuitas. Igualmente confío en que Angus y Patrick, se hallen donde quiera Dios que sea, estén salvos de todo peligro.

Prometo que me aplicaré en ser más prolijo con mis cartas, mas puedo decirle con completa honradez que mi comportamiento en la batalla no ha desmerecido un ápice al apellido que tengo el honor de llevar y que me he conducido con rectitud y, a decir de mis superiores y subordinados, con valor aunque no derrochándolo de forma irresponsable pues conservo bien fresco su consejo de que la mayor gracia de ser valiente es no serlo en demasía, para poder vivir para combatir un día más.

Reciba el testimonio de mi eterna devoción y respeto y diga a mi madre que llevo su recuerdo como el más preciado tesoro que pueda poseer hombre alguno.

                                                       Suyo respetuoso
                                       Ian Talling, Segundo Teniente, II/87 

domingo, 8 de enero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". CAPÍTULO VI



Dieciséis de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Este mediodía hemos despedido a Figgis y a Johnson.

Anoche, ya tarde, llegó recado del comandante [británico] del puerto de que debían embarcar en la fragata HMS Rajah que zarpaba rumbo a Portsmouth.

Como deseaba despedirme de ellos como merecían mandé a Doña Josefina que encargara un desayuno en el cercano Café del Ángel y requerí a un pilluelo que ejercía de mandadero en la taberna del montañés[1] Rueda para que fuese a buscar a Manuel Sánchez a su casa de la calle de San Leandro. Me dirigí después al taller de Niña Batiste donde quedé gratamente sorprendido, y muy satisfecho, del trabajo realizado:

Mi nuevo uniforme me sentaba extraordinariamente bien y ningún detalle había quedado al azar, desde el plumín verde a los botones pasando por la faja escarlata y las dragonas de compañía de flanco. Mi entusiasmo fue grande en verdad pues pagué gustoso el precio estipulado (cuarenta guineas) y encargué dos uniformes más: uno sencillo para campaña y otro de recepción pues estaba seguro de que no habrían de faltar las ocasiones para lucirlo. Ni que hablar tiene que la Niña Batiste quedó asimismo encantada de contar con un cliente que no pagara a plazos y que, además, dejara una propina de cinco guineas, nada menos.

Salí, pues, del taller de costura enfundado en mi nuevo uniforme, dejando instrucciones de que me enviaran mi ropa de paisano a la casa de doña Josefina. Me presenté de esa guisa en el Café del Ángel, donde ya me aguardaban mis compañeros. Una vez más rememoramos nuestra aventura hasta que hubo llegado el momento de marchar hacia el puerto.

En la Puerta de Sevilla, donde se efectúan los embarques y desembarcos hacia y de el extranjero y los puertos americanos, Johnson me estrechó la mano y Figgis, además, me saludó a la manera de la Armada (algo que me enorgulleció sobremanera). Sánchez, por su parte, se mostró todo lo efusivo que se presupone en la gente de su raza de forma que dispensó sendos y prolongados abrazos a uno y otro. No me pasó desapercibido que los ojos del viejo boticario y del veterano contramaestre estuvieran humedecidos.

Aún levantamos las manos Sánchez y yo en la balaustrada del embarcadero mientras les veíamos alejarse en la blanca lancha que los acercaba a la airosa fragata que, al ancla entre dos imponentes navíos de línea, reflejaba su silueta en la quieta superficie de la bahía.
Por lo que nos habían contado, Johnson había obtenido la licencia de forma que no había ningún ultraje que le impidiera establecerse en Chelsea, que tal era su deseo.

En cuanto a Figgis, al parecer la Rajah iba a ser su nuevo destino que, por casualidades del servicio, le llevaba de vuelta al hogar.

Tras despedirme de Sánchez, que me expresó su intención de alistarse para contribuir al sostenimiento de su patria y, más realistamente, de su ciudad, me encaminé a casa de Doña Josefina quien, con visible alborozo, me regaló sonoros cumplidos acerca de mi porte.

He pasado buena parte de la tarde paseando por el malecón que bordea la ciudad desde la Puerta de Sevilla hasta un encantador rincón conocido como la Alameda, una especie de paseo cubierto de árboles. Allí, desde un tramo de muro próximo al baluarte llamado “de la Candelaria” he observado largo tiempo el mar inmenso, festoneado de velas de naves que entran o salen de esta ciudad cercada y me he dejado atrapar por los recuerdos que me trae ese mismo mar: recuerdos de los amigos que por él navegan en estos momentos y de quienes dejaron su vida en sus abismos.


[1] Gentilicio que se aplica a la colonia de santanderinos, muy abundante en la ciudad 

lunes, 2 de enero de 2012

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA". CAPÍTULO V



Quince de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Esta mañana, no bien hube desayunado y salido en dirección al taller de Niña Batiste, me encontré a Diogenes Arliss frente a frente.

Creo que no pude disimular la inquietud que me produjo su presencia, que él sin duda advirtió aunque pareció no darle importancia. Me rogó que le permitiera acompañarme, imagino que para poder hablar pues no anduvimos unos pocos pasos cuando me dijo que debía presentarme esa misma tarde ante el embajador.

Quise saber de qué se trataba mas no obtuve ninguna respuesta excepto la precisión de que se me esperaba a las tres de la tarde. Cuando traté de preguntar qué quería de mí Sir Henry el señor Arliss desapareció confundido entre la masa de gente que, como ayer y los días anteriores, llenaba la calle.

Pasé casi toda la mañana en el taller, con un breve lapso para comer en el colmado de la calle Palma, mas debo decir que el trabajo está muy adelantado y presumo que mañana mismo estará listo mi nuevo uniforme.
Contento ante la perspectiva de vestir de nuevo la casaca roja, y deseando verdaderamente volver a entrar en acción, me dirigí al edificio de la Aduana para mi cita con Sir Henry.

Conforme caminaba podía oír cada vez más cercanos los cañonazos con que, supuse, los franceses castigaban el fuerte de Matagorda. Me ha impresionado sobremanera que la actitud de la mayoría de la gente con que me cruzo o con la que me veo obligado a tratar sea de despreocupación, a pesar de que están en una plaza cercada por el ejército que se ha enseñoreado de Europa.
 Ignoro si se ha de deber a desconocimiento sobre las cosas de la guerra o si, por el contrario, ha de achacarse a un extraño y generalizado sentimiento de inmunidad frente a cualquier peligro. Casi, tal vez, como si las gentes de esta tierra se tuviesen como el pueblo elegido de Dios sobre el que ningún mal habrá de recaer.

Absorto, pues, en mis cavilaciones llegué casi sin advertirlo a la Aduana. Conducido a las dependencias de Sir Henry encontré que me aguardaba junto al señor Arliss  y un general al que no conocía y que me presentaron como William Stewart, el célebre fundador del Cuerpo de Fusileros y comandante de la guarnición británica.

Dadas las circunstancias no pude menos que anticiparme disculpándome por no vestir uniforme pero Sir Henry zanjó la cuestión recordando a todos los presentes mis circunstancias. A continuación prosiguió diciendo que muy pronto serían requeridos mis servicios como miembro del Cuerpo de Guías.
Recordé la reciente conversación mantenida con el señor Arliss y me sentí invadido por la inquietud, pues ya me veía enterrando oro español antes que combatiendo contra los franceses.

Habló entonces el general Stewart quien, enterado de mi aventura con los negreros y sabedor de quién es mi padre, y lo hizo en términos muy elogiosos sobre mí, augurándome una brillante carrera similar a la de mi progenitor.
No hube acabado de agradecer las palabras del general cuando éste prosiguió recordándome que continuaba en el rol de la compañía ligera del II/87, independientemente de las misiones que hubiera de desempeñar por cuenta del Cuerpo de Guías, y que llegado el momento de entrar en combate no había de albergar ninguna duda sobre cual sería mi lugar en el mismo.
Salí del edificio de la Aduana embargado por una extraña e indescriptible sensación mas el frío, un frío húmedo que cala los huesos, me devolvió al presente y a la convicción tan simple y llana de que un soldado está obligado a obedecer las órdenes que recibe, sean cuales fueren.