Doce de Marzo de 1810. A bordo de la fragata Cibeles.
El tiempo es infame.
Navegamos con poco trapo pues el viento es muy fuerte y la lluvia arrecia. Pese a que estamos a pocas millas de Cádiz no podremos desembarcar hasta mañana.

Los restos de una falúa por la banda de babor; un golpeteo seco del tajamar sobre lo que Figgis describe como el trozo de un mástil; velamen y cordajes flotando sobre el mar embravecido…
Un tonel que ora se hunde ora sale a flote y toda la vasta superficie del mar salpicada de trozos de maderamen y de troncos de árbol, sin duda arrancados de sus raíces por la violencia de la tormenta. Sánchez está preocupado y no hace más que hablar del relato que le hizo su abuelo del maremoto de 1755 que casi engulle la ciudad.
Sería desde luego descorazonador haber sobrevivido a Talavera, a un ataque pirata y un naufragio, a los negreros del capitán Fernándes y a sus rivales de Van Deventer, a la marina yanqui y a sus fiscales para terminar mis días barrido por una ola. Me consuela, y no poco, la certeza de que los designios de Dios son inescrutables y que si he llegado hasta aquí ha de ser por algo.
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