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lunes, 5 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO II

Doce de Marzo de 1810. A bordo de la fragata Cibeles.




El tiempo es infame.


Navegamos con poco trapo pues el viento es muy fuerte y la lluvia arrecia. Pese a que estamos a pocas millas de Cádiz no podremos desembarcar hasta mañana.

Todo parece aconsejarlo así pues durante todo el día hemos podido ver muestras del furor del temporal jalonando nuestra singladura. A decir de los marinos españoles la tormenta ha debido de destrozar un buen número de barcos de los que acoge el normalmente populoso puerto. Me aterroriza pensar en tanta destrucción debida a las fuerzas de la Naturaleza y no puedo dejar de pensar en cuan insignificantes somos los hombres en nuestros deseos de destruirnos ante un espectáculo tan atroz y devastador como el que se nos ofrece:



Los restos de una falúa por la banda de babor; un golpeteo seco del tajamar sobre lo que Figgis describe como el trozo de un mástil; velamen y cordajes flotando sobre el mar embravecido… 


Un tonel que ora se hunde ora sale a flote y toda la vasta superficie del mar salpicada de trozos de maderamen y de troncos de árbol, sin duda arrancados de sus raíces por la violencia de la tormenta. Sánchez está preocupado y no hace más que hablar del relato que le hizo su abuelo del maremoto de 1755 que casi engulle la ciudad.

Sería desde luego descorazonador haber sobrevivido a Talavera, a un ataque pirata y un naufragio, a los negreros del capitán Fernándes y a sus rivales de Van Deventer, a la marina yanqui y a sus fiscales para terminar mis días barrido por una ola. Me consuela, y no poco, la certeza de que los designios de Dios son inescrutables y que si he llegado hasta aquí ha de ser por algo.

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