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miércoles, 7 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO III

Trece de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Caía la tarde cuando el serviola anunció tierra a la vista. Apenas un instante después dio la voz de que una vela se aproximaba hacia nosotros.

Acodados a la toldilla pudimos ver que, en efecto, un queche con bandera española se aproximaba a la par que izaba las banderas de señales.

Algo parecía no ir bien pues el capitán Ortega ordenó zafarrancho al tiempo que mandaba botar una lancha para traer a bordo a una representación del queche.

Al poco estaban sobre la cubierta de la Cibeles dos tenientes de la Real Armada española y un oficial de la Armada de SM Británica. Las noticias que traían eran terribles por más que invariablemente ciertas: Cádiz estaba asediada por las tropas francesas desde hacía un mes.

El queche era uno de tantos barcos que vigilaban el acceso al gran puerto del sur de España ya en previsión de un ataque naval enemigo ya, posibilidad esta más probable, advertir a los barcos que se aproximaban de que debían evitar en lo posible entrar en su amplia bahía arrimándose a la costa de Rota o de Sanlúcar pues se corría el riesgo de recibir fuego de cañón o, incluso, sufrir el ataque de algún cúter o balandra puesto en servicio por los franceses para hostilizar el tráfico naval de la zona.






El oficial británico, teniente William Amherst, se sorprendió al vernos a mí y mis compañeros a bordo pero aún se sorprendió más cuando le relaté someramente nuestros avatares mientras la Cibeles, precedida por el queche, maniobraba para entrar en el saco de la bahía esquivando los traicioneros arrecifes conocidos como Las Puercas.

Y como si quisieran darnos la bienvenida, el estampido de un cañonazo se dejó oír por la banda de babor.
-Esos perros de gabachos tiran desde Santa Catalina-gritó uno de los gavieros. 

Efectivamente, a babor, podía verse la nube de humo que se desvanecía sobre las amuras de una fortaleza donde ondeaba la bandera francesa.

El pique levantó una columna de agua a varios cables de la fragata y era evidente que su intención no era ofendernos sino, más bien, recordarnos que estábamos confinados en un rincón de España y que el resto del país les pertenecía.

No me pasó inadvertido el gesto de preocupación de Sánchez al escuchar a los oficiales españoles a los que acompañaba Amherst hablar con el capitán Ortega. Al parecer, después de caer Sevilla, los ejércitos franceses se habían lanzado hacia el sur destruyendo cualquier oposición. Su imparable avance se había detenido, empero, ante Cádiz, por un lado, y la vecina población llamada Isla de León, por el otro.

Anochecía cuando la Cibeles largó anclas y el lanchón nos llevó a tierra a mis compañeros de singladura y a mí acompañados por el teniente Amherst. Llevaba conmigo el saco de hule donde guardo, amén de todas mis pertenencias, los despachos que me entregara el capitán Messervy.

Supe por Amherst que el embajador británico se había establecido en Cádiz aunque precisamente hoy se encontraba en la vecina localidad de la Isla de León en una reunión con altos mandos militares españoles. Era una mala noticia desde luego pues deseaba entrevistarme con él cuanto antes mas, en cualquier caso, era ya hora tardía y tal y como sentenció el teniente Amherst, mi prioridad inmediata debía ser comer algo y dormir para presentarme mañana ante el embajador y ante el mayor general  Stewart, comandante en jefe de la guarnición británica surta en la plaza.

Aunque contrariado hube de reconocer que en efecto necesitaba comer y reposar. Amherst, solícito, me indicó a mí y a mis compañeros que le siguiéramos una vez  nos hallábamos en los muelles. Aún a la luz de las farolas podían apreciarse los destrozos producidos por el reciente temporal. 

 Tras un corto trayecto llegamos a una casa de huéspedes situada en una  calle próxima al puerto. La dueña, doña Josefina, nos preparó una ligera cena y nos indicó nuestras habitaciones. Ni que decir tiene que saboreamos la comida  que nos supo a gloria después de semanas de consumir la carne salada y las duras galletas del barco.

Nos hemos retirado pronto a descansar pues el teniente Amherst se presentará mañana a las ocho para llevarnos ante el comandante británico del puerto. No obstante, no he querido irme a dormir sin consignar mi primer día en una plaza asediada.

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