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martes, 20 de diciembre de 2011

LIBRO I "LA CIUDAD BLANCA".CAPÍTULO IV (IV)

Catorce de Marzo de 1810 (Anno Domini). Cádiz

Impresionado por las palabras de Arliss, mas deseoso de reencontrarme con mis camaradas, me encaminé hacia el lugar que me indicara Sir Henry.


Ya he consignado que Cádiz es una ciudad muy pequeña así que no me fue difícil encontrar el fuerte de Santa Elena que, junto al de San Roque, constituyen la primera línea de defensa una vez rebasadas las murallas que bordean esa parte de la plaza y que vienen a dar, precisamente al acceso terrestre a la misma y que recibe por ello el apropiado nombre de Puertas de Tierra (para distinguirlas de las Puertas de Mar, que son su equivalente en la zona portuaria).

Bien pronto pude ver las tan queridas casacas rojas con las características vueltas de color verde. Nada más cruzarme al primer hombre que lucía tal indumentaria sentí la reconfortante sensación de hallarme de nuevo en mi casa.

Me encaminé, pues, a la entrada del edificio mas dos centinelas de la compañía de granaderos me cerraron el paso. Tratando de imprimir carácter a mi voz pregunté por el oficial de día y, al ser requerida mi identidad, contesté mi nombre y graduación y, para mi sorpresa, los dos hombres se cuadraron un segundo antes de que uno de ellos echase a correr hacia el interior del fuerte.

Lo que siguió después no lo olvidaré mientras viva.

Una algarada que pareció nacer desde las entrañas del edificio se extendió hacia el exterior y pude ver la rechoncha humanidad del padre Fennessy con el rostro iluminado y dando gracias al Señor al tiempo que me abrazaba con calor. Luego fue una sucesión creciente de rostros, algunos conocidos otros no tanto, y expresiones jubilosas. Allí estaban el teniente Marquand, de granaderos, con la sorpresa dibujada en su severo rostro. Poco a poco empezaba a extenderse un atroz griterío conforme más y más hombres salían adonde me encontraba. Y no tardé mucho en advertir a los hombres de la compañía ligera: Bombay Jim, Riley, Moran, O´Sullivan… sin olvidar al sargento Redding que se cuadró ante mí antes de obsequiarme con una abrazo que creí que me rompería en dos.

Entre aturdido y emocionado un estruendo de secas órdenes pareció calmar aquella marea humana cuando me encontré frente al mayor Gough.

-¡Dios Santo!-exclamó mientras me miraba de hito en hito.

No sabría decir cuanto tiempo pasé relatando mis cuitas en el comedor de oficiales. Las exclamaciones de asombro contrastaban con los largos silencios de quienes oían la narración. Acabada ésta caí en la cuenta de que no se encontraba presente el capitán Edwards ni tampoco había visto a Rafael Tarín.

Inquieto acerté a preguntar por su paradero pero Gough me tranquilizó asegurando que se encontraban en la Isla (de León) con parte de la compañía ligera y otras tropas del batallón como refuerzo de las defensas allí situadas. Asimismo me aseguró que enviaría un mensajero para comunicarles la feliz noticia de mi regreso.

Todavía embargado por las emociones vividas acerté a preguntar por mi equipaje pues en él se encontraba el otro uniforme de que disponía. En este sentido las noticias fueron desalentadoras pues, al parecer, mi bagaje se encontraba en Lisboa. No obstante el mayor Gough, haciéndose cargo de que quizás debería pasar unos días de descanso, me ordenó presentarme el próximo día diecisiete (festividad de San Patricio) y me recomendó una sastrería en la calle Juan de Andas donde podría hacerme con un uniforme de excelente corte.

 Poco después hizo venir al intendente, quien me embolsó, de una parte, un porcentaje considerable de mi sueldo correspondiente a los días que había pasado desde que el general Wellesley Wellington me asignara la misión de acompañar al capitán Messervy (QEPD); y de otra parte una carta de crédito emitida por la casa Lloyd’s de Londres por valor de seiscientas guineas, resto del patrimonio que traje conmigo desde Irlanda que había dejado bajo su custodia, y que podría hacer efectiva en algunas de las casa aseguradoras que existían en la ciudad .

Decidido a aprovechar los días de licencia resolví dirigirme a la sastrería que me recomendara el mayor no sin antes dejarle las señas de mi paradero, y recibir una lluvia de felicitaciones y saludos por parte de los hombres con quienes me cruzaba conforme abandonaba el fuerte.

  No me fue difícil encontrar la calle Juan de Andas, por lo demás relativamente próxima a la casa donde me alojaba. Un enorme rótulo que rezaba “Niña Batiste- Taller de Costura” anunció que había llegado a mi destino.

Virtudes Batiste resultó ser una mujer alegre y extremadamente parlanchina aunque, a juzgar por el número de clientes, las cinco muchachas que se afanaban en sus menesteres y la cantidad de género que se veía por doquier, debía ser extremadamente diestra en su oficio. Me citó para aquella tarde para tomarme medidas no sin antes preguntarme por mi regimiento a fin de disponer de lo necesario. Me sorprendió gratamente que, nada más mencionar el número 87, dijera con el sonoro acento de los naturales:

-Ah: Irlandés y con las vueltas en verde, ¿verdad? 

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